Opinión

Ideología y educación: asfixiar la diferencia

Un hombre sostiene una pancarta en una manifestación contra la "Ley Celaá" en el Congreso
Un hombre sostiene una pancarta en una manifestación contra la "Ley Celaá" en el CongresoEduardo ParraEuropa Press

Una espada de Damocles permanece siempre blandida en España sobre la educación concertada como si ésta fuese una anomalía democrática, o, un privilegio generosamente tolerado por la sociedad y el Estado. Pero, ¿es ello cierto? ¿En qué puede basarse esta posición, normalmente asumida y defendida por el pensamiento de izquierdas? El asunto es decisivo, no sólo porque la paideia juega un papel fundamental en la configuración del ethos de niños y jóvenes, y, por lo tanto, en la configuración futura del país, sino porque, además en la forma como se aborda políticamente este problema transparece el pensamiento de fondo de quienes articulan la vida política.

En realidad, no es sólo que la enseñanza concertada no sea una rémora democrática, sino que ocurre justamente lo contrario: un sistema educativo completamente gestionado por el Estado necesariamente implica un grave déficit democrático y una pobreza para la sociedad. El asedio a los conciertos educativos supone un serio peligro para el pluralismo, y, consecuentemente, para la democracia, en este caso, la española. Si caminásemos en esta dirección, caminaríamos de hecho hacia un sistema de la uniformidad, i.e., de la ‘totalidad’, y este camino nos alejaría de forma gravísima de un auténtico progreso en la convivencia dialógica.

¿Qué argumentos pueden esgrimirse para atacar un sistema que está funcionando bastante bien y que ha costado y cuesta un enorme esfuerzo crear y mantener? A menudo los centros concertados funcionan con un enorme esfuerzo apoyándose en un presupuesto inferior a los centros llamados ‘públicos’ —en esta inexacta terminología reside una parte del embrollo, pues hoy por hoy un centro concertado es tan público como uno de gestión estatal —. El déficit de apoyo estatal no sólo concierne al porcentaje total de financiación —ya que el dinero que invierte el Estado en ellos es inferior al que invierte en los centros de gestión estatal—, sino que también afecta a los tiempos de su donación. Piénsese que a fecha de hoy (mediados de noviembre), por ejemplo en la Comunidad de Madrid, los centros concertados aún no han recibido el dinero para pagar a los profesores. La educación concertada está sometida a las leyes educativas fundamentales del Estado: los profesores deben estar en posesión de los títulos necesarios para ejercer su profesión; y la propia organización y desarrollo de estos centros están igualmente sometidos a los dictados del Estado (por cierto, que yo abogaría también por una mayor libertad a este respecto; igual que se postulan mínimos curriculares para todas las comunidades, pero luego se deja libertad a éstas para desplegar ciertos contenidos que ellas fijan libremente, ¿por qué no se deja también más libertad curricular una vez respetado lo común?).

Es verdad que los profesores de la enseñanza estatal pasan por una oposición, pero, en todo caso, esto es un bien para dichos centros, pues garantiza una mayor preparación de sus docentes. No obstante, los centros concertados certifican cada curso la calidad de su trabajo por la voluntad de muchísimas familias que los eligen, pudiendo elegir otros. ¿Qué razones puede haber para negar a las familias su potestad de escoger en igualdad de condiciones qué tipo de educación quieren para sus hijos? ¿Tiene legitimidad el Estado para hacerlo? Si no dispusiéramos ya de este sistema, podría quizá esgrimirse, que aun siendo, ciertamente, un bien la posibilidad de ofertar un mayor pluralismo educativo, el Estado no tiene capacidad de hacerlo… Pero es obvio que no es el caso y la iniciativa de asediar la educación concertada produce enorme perplejidad.

Educar a jóvenes es contribuir a configurar su ethos, esa segunda naturaleza que habilita para alcanzar una vida lograda—hoy, dirían algunos, la única naturaleza, tesis que no comparto, pero que, en todo caso implicaría un mayor relieve aún de la educación—. El argumento de la ‘instrucción pública’ como una formación ‘neutra’ común a todos los ciudadanos creo que es una falacia. Es verdad que hay una formación cívica común que debe atravesar transversalmente cualquier proceso educativo dentro de una comunidad política: la lengua común, los conocimientos teóricos y técnicos fundamentales, la historia cultural, económica y política, la filosofía… Pero, aparte de que ya en estas últimas disciplinas los presupuestos metafísicos, antropológicos y religiosos y el modo mismo de presentar la filosofía y qué se ofrece de ella, involucran una determina posición ante la realidad, que, sin duda ninguna, afecta a niñas y niños y a los jóvenes en general (no hablamos ya de la implícita —o incluso explícita— exclusión de la religión, que es ya de suyo una forma de agnosticismo o incluso ateísmo práctico); bueno, pues al margen de esto, hay otra cuestión de fondo que explica el que muchas familias preocupadas por la educación de sus hijos no elijan el centro educativo exclusivamente según el criterio de la gratuidad y la cercanía geográfica, sino que se preocupan muy mucho de encomendarlos al centro que consideran adecuado (por cierto, que esto ya denota una actitud personal y cívica refinada y crítica, que no se conforma con cualquier cosa). Me refiero justamente a que la educación no reside únicamente en el aprendizaje de determinados contenidos, ni tampoco en la mera adquisición de determinadas destrezas —término de raigambre utilitarista y pragmática—, sino que, justamente, educar es ayudar a configurar la persona en su estructura unitaria, es decir, en cuerpo y alma, para que en la adultez pueda configurar ella misma su biografía desde su intrínseca libertad. Algunos ya dirán ¡pero si no hay alma! ¿Ven Vds.?, en una sociedad pluralista, los desacuerdos pueden ser fundamentales y nadie puede imponer al otro por la fuerza su opción (tampoco, o si me apuran, menos que nadie, el Estado). Necesitamos dejarnos respetuosamente nuestros lugares plurales propios y al mismo tiempo dialogar buscando la verdad.

Alguno dirá de nuevo: ¿La verdad? ¿Qué verdad? ¿Ven? Otra vez desavenencias fundamentales. Esta configuración unitaria a la que aspira la paideia es una configuración —atendemos ahora a la dimensión espiritual— de la inteligencia, de la voluntad y del sentimiento. Al menos desde Scheler y Heidegger nos vamos dando cuenta del papel fundamental de la afectividad en la persona humana (en realidad ya Aristóteles hace una fenomenología impresionante de los temples de ánimo en la Retórica). Zubiri subraya que el sentimiento, junto a la inteligencia sentiente y la voluntad configuran la inseparable unidad del espíritu humano (naturalmente, junto al cuerpo). El reduccionismo positivista cientificista, pero también un reduccionismo intelectualista específicamente filosófico, y hoy un reduccionismo ‘voluntarista’ (para el que el bien supremo sería la voluntad misma, i.e., elegir en sí mismo sería el bien al margen de qué se elija); pues bien, estos reduccionismos, como posiciones antropológicas erróneas, han determinado y determinan los consiguientes errores pedagógicos y educativos.

El sentimiento, dice Zubiri, actualiza el ambiente de realidad en que la persona vive, da la realidad como ámbito de fruición. No voy a entrar, claro está, en este magnífico asunto, no es el lugar, pero este breve apunte sobre la unidad entreverada de la persona humana permite entender cuán diferentes pueden ser las propuestas educativas en función de su concepción del hombre y de en qué consista su excelencia. Un centro educativo no es, o no debiera ser, un aulario donde se exponen y se trata de introyectar contenidos, sino que es un ámbito de convivencia donde maestros y alumnos encarnan y comparten conocimientos, actitudes valores, creencias y proyectos. La debilidad de la familia realza aún más la importancia del tiempo vivido en los centros educativos. En este espacio de convivencia el ambiente que se genera es fundamental en la configuración de la persona. Este ambiente se especifica y se genera a través del ‘carácter propio del centro’; y, a lo que se ve, muchos de los centros concertados han sabido y saben generar un ambiente muy apreciado por las familias.

Tratar de cercenar esta pluralidad, aparte de constituir, como digo, una acción política difícilmente justificable desde la perspectiva democrática, creo que es un grave error y también, a pesar de la aparente paradoja, un perjuicio para la educación gestionada por el Estado. La pluralidad de propuestas también dentro de la enseñanza estatal y de otros proyectos educativos promovidos por la sociedad civil, enriquece a unos y a otros. Esto ha sido y es un hecho. La enseñanza concertada ha llevado a cabo multitud de aportaciones a la educación (en metodología, en actitudes, en actividades de solidaridad…), aportaciones que muchas veces se han incorporado a la enseñanza estatal. Y, naturalmente, también a la inversa.

Por otra parte, muchas maestras y maestros se han incorporado igualmente a la enseñanza de gestión estatal enriqueciéndola con su experiencia y conocimientos logrados en la enseñanza concertada. Este pluralismo favorece una sana competencia por hacer las cosas cada uno a su manera y cada vez mejor. No puede tratarse, pues, de dar una aparente ventaja a los centros de gestión estatal por asfixia de los concertados. De lo que se trata es de que estos centros de gestión estatal, que en general ya gozan de muy buenos recursos —en muchos casos y aspectos, en realidad, de más recursos que los centros concertados— sean por sí mismos atractivos para las familias. La senda de su imposición por la aniquilación de la pluralidad educativa empeoraría sin duda ninguna toda la educación y de una manera luego difícilmente recuperable. Francia misma que es el modelo de la educación estatalista concierta cada vez más centros educativos.

En definitiva, creo que esta ideología, que hoy por hoy encarna particularmente la izquierda, no es más que una rémora del ‘pensamiento de la totalidad’ emanado de Hegel tanto en la vertiente de derechas (piénsese, por ejemplo, que en el nacionalsocialismo alemán o en el franquismo no había conciertos educativos) como en la de la izquierda hegeliana, que entroncó con la revolución francesa. El Estado, sin duda, es fundamental, pero debe estar al servicio de la sociedad civil y desde luego de las personas de carne y hueso enraizadas en la familia, núcleo primordial en el que no sólo se genera físicamente el individuo, sino donde primariamente se articula y despliega su dimensión intersubjetiva comunitaria. Ir contra las familias es ir contra las personas.