Tribunales
Tiempo de emergencia, tiempo de derechos
El estado de alarma es la herramienta que mejor encaja para combatir una epidemia. Así lo menciona expresamente la ley
Los derechos fundamentales y las libertades públicas son el núcleo del modelo social, político y jurídico diseñado por la Constitución de 1978. Un modelo de convivencia democrática donde toda actuación del Gobierno debe dirigirse a asegurar su vigencia y disfrute por la ciudadanía. Por ello, la Carta Magna encomienda al Ejecutivo remover cualquier obstáculo que pudiera impedir la efectiva satisfacción de los mismos.
La primacía de estos bienes constitucionales es para el Estado una obligación ineludible. Un mandato que, por encima de la ideología del gobernante, debe inspirar cualquier decisión política que pretenda incardinarse dentro del marco constitucional.
Hace unos días, Argelia Queralt publicó un interesante artículo titulado «El coronavirus, test de estrés al Estado de Derecho». En él planteaba cómo esta crisis está evidenciando la fortaleza del Estado de Derecho en cada país. Para medir su vigencia propone tomar como referencia la forma en que se conjuga la respuesta al virus con el respeto a los derechos fundamentales.
En un Estado de Derecho, el ejercicio de los poderes públicos quedará legitimado exclusivamente cuando se dirija a hacer valer tales instituciones, porque para eso y nada más, se otorga al Estado esos poderes. Este debe ser siempre el parámetro esencial de la actuación de un Gobierno constitucional.
Nos encontremos en la anhelada normalidad, en una situación tan singular y desgraciada como la actual o en un futuro incierto marcado por las amenazas presentes, la unidad de medida para adoptar decisiones políticas deberá seguir siendo la misma: preservar al máximo los bienes merecedores de protección constitucional.
Desde que se detectaron en España los primeros casos de Covid-19 se ha optado por las medidas más garantistas con los derechos fundamentales. Y se ha hecho en la situación de emergencia en la que la pandemia nos ha sumido, que nos conduce a difíciles ponderaciones entre bienes de inestimable valor e imposible cuantificación, como la vida, la salud o la libertad ambulatoria.
La declaración del estado de alarma es un ejemplo de esta lógica garantista. Los estados de emergencia suponen una alteración temporal del sistema institucional normal que implican consecuencias importantes en relación con la protección de los derechos fundamentales. Pero siempre con la finalidad de preservar el disfrute de su núcleo esencial, aun en las situaciones más difíciles.
En España, los preceptos constitucionales que regulan estos regímenes se desarrollan en una Ley Orgánica. El Tribunal Constitucional ya ha tenido la oportunidad de pronunciarse sobre ella explicando el sentido de cada uno de ellos –alarma, excepción y sitio– en función de las distintas circunstancias que ocasionen la excepcionalidad.
Las medidas que pueden decretarse en cada estado están pensadas para afrontar los motivos concretos de su declaración. El estado de alarma puede declararse cuando sucedan catástrofes naturales, accidentes de gran magnitud, crisis sanitarias como esta epidemia o situaciones de contaminación graves. Por ello, su declaración permite limitar la circulación o permanencia de personas o vehículos en horas y lugares determinados o condicionarlas al cumplimiento de ciertos requisitos, entre otras.
El estado de excepción puede declararse cuando exista una alteración tan grande del orden público que el ejercicio de las potestades ordinarias fuera insuficiente para restaurar la normalidad. Atendiendo a una problemática de origen social, permitiría suspender –no limitar– múltiples derechos fundamentales como la inviolabilidad del domicilio, el secreto de las comunicaciones, la libertad de expresión o el derecho de reunión y manifestación. El estado de sitio obedece a situaciones relacionadas con guerra o con actos de fuerza contra la soberanía o independencia de España.
Por lo tanto, no son tres niveles sucesivos, sino que cada uno de esos estados es la respuesta a una situación concreta y diversa a las previstas para los demás. El recientemente fallecido Fernando Morán lo explicó durante una intervención parlamentaria: «No se trata de etapas, de escalas en una escalera con intensidad diferente del mismo proceso; se trata de situaciones cualitativamente distintas». La adopción de uno u otro no resulta discrecional, sino que deben darse los fenómenos para los que está pensado.
El estado de alarma es la herramienta que mejor encaja para combatir una epidemia. Así lo menciona expresamente la ley. In claris non fit interpretatio. Por eso, juristas como Tomás de la Quadra-Salcedo ha advertido que declarar los de excepción o sitio hubiera supuesto «un fraude de ley y, en último extremo, de Constitución», además de un peligro, el de dar a una crisis sanitaria como la actual el carácter político que posee el estado de excepción.
Es lógico y enriquecedor que, en las actuales circunstancias, se abra el debate jurídico sobre los aciertos e inconvenientes de habernos decantado por uno u otro estado de emergencia. Bienvenida sea toda discusión constructiva.
En este debate debe tenerse presente un principio que vertebra toda medida en situaciones como la actual. Un principio milenario que cobra un sentido propio en el Estado social y democrático que es España: Salus populi suprema lex. Este adagio expresado por Cicerón hace más de 2.000 años es el que Gobierno trata de compaginar en todo momento con el máximo respeto a los derechos y libertades de todos. Porque, pese a la complejidad del escenario que vivimos, el ejercicio de todo poder público debe ir encaminado a la preservación de este núcleo esencial de nuestra forma de vida.
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