PSOE

La gestión de la culpa

El inconveniente de esas tácticas es cuánto tienen de volátiles. Nos coloca a todos en el escenario de la inseguridad permanente, de la incertidumbre del “veremos” y del “puede pasar cualquier cosa”

Existe un maravilloso relato de André Gide en el que cuenta como un hombre pierde la vista en un accidente y, empeñado en rehacer su vida adaptándose a las nuevas circunstancias, decide contraer matrimonio. Piensa que no puede imponer sus dificultades a otra persona para toda la vida, y entonces traba amistad con una invidente como él, de quien cuentan que es joven y hermosa. Se le declara y se casan. Cuando llevan ya unos años de matrimonio, un amigo decide informarle de que las cosas no son como el cree y que, después de muchas dudas, ha tomado la decisión de revelarle la verdad. Su mujer no es una joven bella sino una mujer de 48 años con una voz juvenil, pero no precisamente muy agraciada. El hombre monta en cólera, cubre de improperios a su esposa y, acto seguido se dirige al juzgado para dar por terminado su matrimonio. El relato es de la época en que había que justificar motivos para acceder a un divorcio. La magistratura, por tanto, le exige que aduzca las razones por las que se quiere separar. El hombre dice que es porque se siente engañado. El juez le pregunta por los motivos de ese sentimiento. ¿Es por la perdida de confianza al haberle elidido una información que estaba al alcance de todo el mundo? ¿O es por la vanidad del qué dirán, de la opinión ajena al presentarse en público con una pareja no muy agradable? Le pregunta, además, si puede afirmar o documentar algún perjuicio o mal fáctico que le haya causado su esposa durante el tiempo en que han sido felices en pareja. El hombre no sabe que responder y el juez finalmente archiva la demanda.

La historia me ha venido a la memoria a raíz de las diversas posiciones, actitudes, excusas y argumentaciones que están dando los socios de moción a la reforma laboral negociada por el gobierno. Todos ellos están instalados en el desconcierto, tal como el marido de la historia de André Gide, y quieren quedar bien, tanto con sus propios intereses como ante la opinión externa de aquellos que les mantienen en pie. Siempre he pensado que el relato de Gide pedía a gritos una segunda parte que diera noticia de cómo fue luego la gestión de la culpa en la situación creada. ¿Se convirtió en un arma arrojadiza entre los cónyuges? ¿Terminó la relación, pasado un tiempo, como el rosario de la aurora? ¿O acabaron entre todos enterrando el hecho fundacional de la impostura y yendo cada uno a la suya? Como Gide no pudo (o no quiso) dar respuesta narrativa a esas preguntas, tenemos ahora una ocasión excepcional de comprobar cómo se desarrollan en vivo y en directo ese tipo de situaciones. La actitud del gobierno por ahora ha sido el de tensar la goma al máximo, usando una táctica casi coercitiva de esperar hasta el último minuto para un pacto. Se nota que confía en que a todo el mundo le temblarán las piernas a la hora de asumir la responsabilidad ante la gente de una paralización de la reforma. Mientras tanto, a la vez, ha intentado que todos los razonamientos se impregnaran de la idea de que es imprescindible sacarla adelante para emprender una recuperación con garantías. Ya nadie habla de derogación y Sánchez coquetea sin disimulo con Ciudadanos -aunque sean insuficientes- para tensar todavía más la goma hasta su extremo.

El inconveniente de esas tácticas es cuánto tienen de volátiles. Nos coloca a todos en el escenario de la inseguridad permanente, de la incertidumbre del “veremos” y del “puede pasar cualquier cosa”. Eso conlleva el consiguiente peligro de que algo imprevisto, en el momento más inoportuno, pueda hacer saltar un día todo por los aires. Para remontar una crisis como aquella de la que salimos, ese camino no es precisamente el más alentador de los decorados.