Sabino Méndez
Pretemporada quemada
Nos hallamos ante una situación de previsible y colosal crisis
Parecía todo previsto para el final del curso político. Consciente de que cada temporada empieza ya cuando termina la anterior, el Gobierno había preparado cuidadosamente su pretemporada. Dado que los restos de las formaciones de la nueva política se están batiendo en retirada (y todo hace pensar que la crisis que nos espera en otoño e invierno agudizará esa tendencia), se espera ya en Las Vegas un nuevo y espectacular clásico del bipartidismo español para el año que viene. Por ello, Sánchez intentó preparar una pretemporada con un supuesto giro a la izquierda, pretendiendo marcar perfil progresista para compensar la captura del centro del campo que, poco a poco, le estaba haciendo su eterno rival. Ahora bien, como siempre sucede en estos casos, se olvidaba que siempre estamos al albur de las lesiones. Las bajas de Adriana Lastra y de Dolores Delgado no han sido tan hirientes por sí mismas como por la manera en que se han producido. Han provocado la sensación de que lo imprevisto entraba de golpe en el equipo de gobierno porque llevaba germinando dentro mucho más tiempo del que se mostraba, que las rotaciones no estaban tan calculadas, sino que dependían de las frágiles circunstancias de la política interna. O sea, que todas las buenas intenciones de la pretemporada han saltado por los aires y esa fase de pretendido retorno izquierdista ya está quemada, no quedándole más remedio a Sánchez que volver a reorganizar todo a toda prisa con nueva gente y exprimiéndose la mollera para ver cómo consigue invertir la tendencia que avanza inexorablemente de convertir al PP de nuevo en primera fuerza.
Evidentemente, no habían grandes ni llamativos logros del curso político pero, encima, los pocos que el Gobierno podía saborear aunque solo fuera a cuenta del propio interés táctico (como el asalto al poder judicial) han quedado en el último momento empañados por una mesa de diálogo hecha deprisa y corriendo –por engorroso compromiso con los aliados de gobierno– que baja la cabeza y acepta las condiciones del regionalismo, penalizando al español en Cataluña y comprometiendo ante el público el modelo de España que el curioso socialismo de Sánchez va a tener que vender en las próximas elecciones.
Sería ocioso ponerse a hablar del curso político que termina con el clásico «desgaste del Gobierno», cuando en realidad nos hallamos ante una situación de previsible y colosal crisis que se puede llevar por delante a cualquier Gobierno europeo a medida que vayan avanzando en los próximos meses los problemas económicos de otoño y de invierno. Si la fragilidad y la debilidad han sido la característica principal del Gobierno de Sánchez (que les ha colocado siempre en una posición de incertidumbre en la que eran arrastrados por la corriente de los acontecimientos y se limitaban luego a intentar justificarlos con las más sonrojantes explicaciones), ese escenario aumentará en septiembre. Con ello, la dirección principal de su estrategia, que ya en esta última temporada se basaba casi exclusivamente en todo lo ideológico –sin dar soluciones tangibles a los ciudadanos–, solo puede o cambiar radicalmente (cosa bastante improbable), o agudizarse de manera suicida.
En cualquier caso, como si todas las noticias y los indicios anunciaran ese nuevo clásico de la política española que se avecina para el curso que viene, esta temporada puede decirse que se ha cerrado en su última etapa con la misma cautela con la que salen al campo los equipos históricos en esos partidos de la máxima. Nadie se movía demasiado y todos esperaban los errores del contrario para intentar aprovecharlos y sacar ventaja. Si algo nos ha enseñado la decantación de este último curso político es que el panorama se ha cristalizado en una situación tan deslizante que un resbalón mal medido puede ser una catástrofe para cualquier fuerza política. Y la única que ahí tiene ventaja es el PP, porque le basta con moverse lo justo.
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