Opinión

Marcha reductora

Mientras falte unidad de acción habrá siempre procés

Los condenados por el 'procés'
Los condenados por el 'procés' Kike RincónEuropa Press

Solo un profundo desconocimiento de la realidad de Cataluña puede llevar al Gobierno a asegurar que el «procés» está acabado debido a la visible falta de unidad de acción del catalanismo. Es una lectura de los hechos tan a medida, tan a su gusto y conveniencia propagandística de cara a las próximas elecciones, que les pasa inadvertido que lo que está sucediendo es precisamente todo lo contrario.

Es innegable que el catalanismo está dividido en diferentes proyectos, pero eso no significa para nada que el «procés» esté acabado. Todo lo contrario. De hecho, el «procés» ha constituido precisamente la principal consecuencia de la constante falta de unidad de acción del catalanismo en las últimas décadas. Mientras falte unidad de acción en el catalanismo, habrá siempre «procés». A veces a medio gas, otras larvado, pero el horizonte separatista es lo único que mantiene en pie a ese conjunto de intereses regionales que se materializan en un espantajo sentimental, torpón y antidemocrático.

¿Qué fue si no lo que empujó a Puigdemont a la locura de proclamaciones unilaterales? Precisamente la presión contraria a sus cálculos de los rivales catalanistas que tiraban en otra dirección. ¿Quién expulsó a Artur Mas del sillón de la Generalitat, el hombre que quería reinventarse como faro concitador de las diversas síntesis del secesionismo? No fue el gobierno Rajoy, ni los adversarios del segregacionismo. Fueron los votos decisivos y escasísimos de una minoría de catalanistas fanáticos que iban por libre en una dirección opuesta.

Los catalanes que, viviendo en la región, no comulgamos con el catecismo nacionalista conocemos bien esa perversa mecánica y la vemos pacientemente con mayor objetividad al mirarla desde fuera y no participar de ella. Los catalanistas están siempre enzarzados en una competencia pueril por presumir cada facción que son ellos los que más y mejor defienden las esencias tradicionalistas regionales. Al no existir una idea clara de hacia dónde ir, su acción se limita a escoger rumbos contradictorios que, aunque sean estériles o impracticables, les permitan mostrarse propagandísticamente como héroes del patriotismo de cara a la galería más zafia. La tibieza del PSC y su indulgencia selectiva ante las actitudes totalitarias del nacionalismo catalán quedan también así explicadas por esa lógica de competición de grandilocuencias abanderadas.

Hay espectáculos que dejan perplejo de solo presenciar cómo crecen fuera de control de sus impulsores. Terminan llevándolos siempre a aporías, a escenarios estériles o callejones sin salida. Un ejemplo: a principios de siglo, ningún partido catalanista llevaba en su programa la necesidad de un nuevo Estatuto de Autonomía. Bastó que a una facción se le ocurriera posar de catalanista, proponiendo tal irrealidad como solución, para que las demás facciones entonarán el «pues yo más». Todos los esfuerzos terminaron en un documento impracticable que no quisimos votar ni siquiera la mitad de los catalanes. La torpeza de redacción fue tal que el documento provocaba una colisión con la Constitución, convirtiéndose en un intento de reforma constitucional, sin pies ni cabeza, por la puerta de atrás. Hacer mal las leyes, encargar su redactado a incompetentes sin la preparación necesaria es lo que tiene (véase de nuevo con la Ley del «solo sí es sí»).

Ahora, el catalanismo pretende que fue ese Estatuto lo que desató el «procés» cuando el TC puso coto a su infantilismo, adaptándolo a la Constitución. Pero lo cierto es que aquí en Cataluña nadie dijo nada de independencia en ese momento. Fue el torpe Mas quien empezó el siguiente espectáculo de bandería fuera de control cuando, asustado por el trumpismo catalanista que quiso asaltar su congreso (recordemos que tuvo que huir de las masas vociferantes en helicóptero), se presentó en Madrid en 2012 pidiendo de golpe la independencia y explicándolo de una manera lamentablemente pobre.

El plan de Sánchez era autoglorificarse atribuyéndose una supuesta pacificación. Pero nadie puede sostener que se haya pacificado nada dando privilegios de impunidad a aquellos que quebrantaron la ley de todos. Más bien se ha ahondado la brecha de convivencia entre los que disponen de privilegios por contrabandos políticos y los que no. Los privilegiados están desconcertados porque pueden mandar y exigir, pero no les sirve de nada dada su ausencia de rumbo. Los olvidados del gobierno están resignados y saben que tendrán que dar la batalla en los tribunales ya que los ministerios les han abandonado. Pero, todos, lo que hacen es tomar aire y darse un respiro. En los cuatro por cuatro, existe una marcha en la caja de cambios que se llama «reductora». Es muy lenta y se usa para superar las pendientes muy empinadas. Los que vivimos aquí percibimos cuando el catalanismo pone la marcha reductora porque sabemos que, en realidad, solo aspira a una mayor cuota de poder y a recibir más dinero para financiar sus propios negocios. Para ello, tomará la forma de nacionalismo o segregacionismo con cambiante ondulación según le convenga. No haber entendido que eso forma parte del «procés» es no haber entendido nada.