Abel Hernández
Así se fraguó una leyenda
Los diputados llegaron a las Cortes constituyentes sin tener claro cómo elaborarían la Carta Magna y mucho menos su contenido. El primer borrador fue un fracaso
Los diputados llegaron a las Cortes constituyentes sin tener claro cómo elaborarían la Carta Magna y mucho menos su contenido. El primer borrador fue un fracaso.
El día 22 de julio de 1977, los diputados y senadores de las primeras Cortes democráticas desde la República ocuparon por primera vez sus escaños. Ninguno estaba seguro de lo que iba a pasar. Lo único que parecían tener claro es que éstas debían ser unas Cortes constituyentes. Había sensación de prisa, pero nadie tenía claro cómo se iba a elaborar el texto constitucional y, mucho menos, su contenido.
El Gobierno de UCD recién salido de las urnas, que presidía Adolfo Suárez y que no disponía de mayoría absoluta, estaba obligado a llevar la iniciativa. En esto el democristiano Landelino Lavilla, ministro de Justicia, era el encargado de tantear el terreno y hacer las primeras propuestas. Y la primera propuesta que puso sobre la mesa no podía ser más simple: el Gobierno centrista elaboraría sin pérdida de tiempo un borrador que sometería inmediatamente a la consideración del Congreso de los Diputados. Él mismo se ocuparía de prepararlo con la ayuda cercana de Miguel Herrero y Rodríguez de Miñón, un joven brillante, que era su secretario general técnico.
Aquel primer intento fue un fracaso. A Suárez no le convencía –nunca se fió de Herrero–, y socialistas y comunistas rechazaron rotundamente el plan de Landelino y de su colaborador aventajado. Se pensó entonces en una comisión de expertos de primer nivel, de distinta ideología y no todos necesariamente parlamentarios, que prepararan en poco tiempo una carta constitucional breve y clara, capaz de suscitar el apoyo de todos los grupos o de la gran mayoría. De entre el prestigioso grupo de senadores reales había mucho donde escoger. Me consta, porque se lo oí de su propia boca, que al Rey Juan Carlos esta idea de la comisión regia no le desgradaba. Pero tampoco salió adelante. La respuesta del dirigente socialista, Felipe González, no dejó lugar a dudas: «Las Cortes se bastan y sobran para dotar al país de una Constitución».
Se decidió entonces nombrar una comisión de siete miembros dentro de la Comisión Constitucional del Congreso que se encargaría de fabricar el texto. Pero tampoco eso resultó tarea fácil. De entrada el PSOE vetó que fuera uno de los siete padres de la Constitución el profesor Tierno Galván, cuyo prestigio intelectual era indudable. Entonces era el presidente del PSP y competía con el partido de Felipe González por la hegemonía socialista. Para evitar al «viejo profesor» el PSOE cedió uno de sus representantes a CiU y de paso impidieron que el PNV tuviera representación. «¡Nunca se arrepentirán bastante –anunció el peneuvista Xabier Arzalluz– de que no estemos allí».
Los siete padres de la Constitución, Pérez Llorca, Herrero de Miñón y Gabriel Cisneros, por UCD, Peces-Barba, por el PSOE, Manuel Fraga, por AP, Miquel Roca, por CiU, y Jordi Solé Tura, por el PCE (luego se pasaría al PSOE) se encerraron en el parador de Gredos, alejándose de la presión ambiental, y se pusieron a trabajar inmediatamente. El primer día Miguel Herrero se presentó a la reunión con una cartera llena de papeles. Entre ellos, puso sobre la mesa, un anteproyecto breve de Constitución. Contaba sólo con seis títulos y, entre ellos, no figuraba ninguno sobre derechos y libertades, que Landelino Lavilla era partidario de remitir a las declaraciones y convenios internacionales de derechos humanos. El plan no tuvo éxito. Prevaleció la posición de Peces-Barba, Solé Tura y Miquel Roca, partidarios de elaborar de arriba a abajo un texto constitucional extenso –al final consta de diez títulos– y pormenorizado. Se trataba, según manifestó Roca, de «resolver muchas deficiencias y represiones del régimen anterior».
El silencioso y apartado trabajo de los siete ponentes durante meses fue alterado en noviembre con la filtración del borrador a la revista «Cuadernos para el Diálogo». La conmoción fue tremenda. La derecha puso el grito en el cielo. En UCD, donde confluían distintas tendencias, el «robo de la Constitución» provocó fuertes tensiones internas. Saltaron los obispos y los empresarios. «La Constitución –advirtió la Conferencia Episcopal– debe reconocer la presencia real de los católicos en la sociedad». Los empresarios organizaron un acto multitudinario en el Palacio de Deportes de Madrid bajo el lema «¡Reaccionemos!». El respetado intelectual y senador real Julián Marías publicó en «El País» un resonante artículo titulado «La gran renuncia», en el que arremetía, entre otras cosas, con la inclusión del término «nacionalidades».
El 11 de mayo de 1978 la comisión constitucional aprobó, sin ningún voto en contra, el artículo que reza: «La forma política del Estado español es la monarquía parlamentaria». Fue un momento clave. El Rey se presentó aquella noche en el restaurante donde iba a cenar con un grupo de periodistas y nos dijo al llegar: «Felicitadme, me acaban de legalizar». Socialistas y comunistas habían dado su brazo a torcer. Así que, superado el principal obstáculo, todo parecía encarrilado; pero una semana después estalló la tormenta. La mayoría UCD-AP imponía su rodillo, y Felipe González saltó: «El consenso ha quedado roto; nos veremos obligados a incluir la reforma constitucional en nuestro programa». El presidente Suárez adoptó inmediatamente una decisión arriesgada: sustituyó al jurista Landelino Lavilla en la dirección del trabajo constitucional por el ingeniero agrónomo Fernando Abril-Martorell, con la misión de impulsar los acuerdos y restablecer la concordia con el PSOE. Fue mano de santo. Abril y Guerra actuaron a partir de entonces mano a mano y restablecieron el consenso. Lo hicieron sobre los manteles. A partir de entonces muchos artículos de la Constitución se aprobaron en restaurantes. Alguien escribió: «De grandes cenas están las Constituciones llenas». Y no le faltaba razón. Algo así pasó.
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