Jorge Vilches
La banalidad del golpe
Sorprende la naturalidad con la que las izquierdas y los nacionalistas han dado el paso para suspender de facto la Constitución
H annah Arendt habló de la banalidad del mal para referirse a la trivialización de un hecho intrínsecamente nefasto, excusado por el cumplimiento de las normas y la inercia del sistema. Esa banalidad requiere anestesiar la conciencia moral y los principios democráticos, tanto como mostrar un desprecio absoluto al adversario, convertido en lo que Schmitt llamaba «enemigo».
Una de las cosas que ha sorprendido en España es la banalidad del golpe; esto es, la naturalidad con la que las izquierdas y los nacionalistas han dado el paso para suspender de facto la Constitución, en aras a que un Gobierno se erija en soberano e intérprete único de la norma. Han tomado con naturalidad que una asamblea constituida de forma ordinaria, por una votación corriente, como el actual Congreso de los Diputados, se convierta en un Parlamento constituyente. No les importa que en su camino al poder se elimine la separación de poderes, se ningunee a la oposición, que representa a once millones de electores, y se imponga una democracia iliberal.
Los que banalizan el golpe no se preguntan si un partido que ha perdido las elecciones tiene alguna legitimidad para encabezar una mayoría que cambie un régimen por la puerta de atrás. No cabe en su mente considerar si es legítimo que el PSOE, perdedor en los comicios del 23-J, modifique los pilares de la democracia para conservar el poder tras fracasar en las urnas. No se lo plantean simplemente por ceguera ideológica. ¿Qué pensarían si lo hiciera el Partido Popular con Vox?
En la mentalidad izquierdista, y a las pruebas me remito, da igual que la democracia se caiga a pedazos mientras no gobierne la derecha constitucionalista. En su desvarío totalitario cabe el analgésico de pensar que no ocurrirá nada, que todo es alarmismo apocalíptico de la derecha para impedir un Gobierno progresista. Creen, sin coherencia, que las naciones catalana y vasca, sea esto lo que sea, tienen más derechos históricos y políticos que la nación española. Es más; que si está última tiene que morir para que haya un gobierno socialista, con un Estado omnicomprensivo y derrochador en lo social, que ocurra.
El Partido Socialista y su universo, que hace bien poco eran españoles y constitucionalistas, han asumido el golpe de Estado con naturalidad. Aceptan lo que sea necesario para seguir en el poder, y luego construyen el relato. No hace falta más que leer los periódicos sanchistas, o escuchar sus emisoras de radio. Ahora resulta que un pacto que rompe el texto constitucional en su artículo 2, que anula la separación de poderes y quiebra el Estado de Derecho es «integrar» a los golpistas en la Constitución.
Esa banalidad del golpe es lo más preocupante de todo. De Pedro Sánchez y su corte de palmeros no podíamos esperar otra cosa que la traición. De los nacionalistas sabíamos que iban a aprovechar la ocasión para avanzar hacia la independencia. Entonces, ¿cómo es posible que este avance hacia la ruptura sea «integrar» a los separatistas en la Constitución? Los creadores de argumentos falaces y sus repetidores mediáticos nos toman por idiotas.
Ahora bien, nuestra democracia ha fallado a la hora de crear ciudadanos conscientes de la importancia de preservar los pilares constitucionales y su espíritu.
Cuando sólo a una parte, aunque sea la mitad, le interesa mantener el orden de cosas, y otra está en contra o banaliza el golpe es que se ha fracasado o llegado a un punto final.
Es preciso reconocer, pase lo que pase, se venza al golpe gracias a la resistencia o prospere por la acción del sanchismo, que tenemos una caterva de totalitarios que aprovechan el silencio de los corderos.
Hablamos de colaboracionistas o inductores que han perdido el sentido moral, que han fabricado ad hoc un concepto de lo bueno adaptado al golpe autoritario del sanchismo, y que se irresponsabiliza de las consecuencias. Sólo siguen órdenes.
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