Política

40 años de la Constitución

Convocar a la mejor España, por Adolfo Suárez Illana

Suárez Illana, ayer, firma una copia de la Constitución
Suárez Illana, ayer, firma una copia de la Constituciónlarazon

Si veinte años no es nada... en la vida de un ser humano, ¿qué son cuarenta en la vida de una Nación? Pues nada y todo. Nada, en un contexto de concordia; todo, en un contexto de discordia.

Aunque solo nos costó un año y medio redactar la Constitución de la Concordia, es inenarrable lo que nos costó estar en condiciones de poder escribirla como se hizo. Tuvieron que pasar casi dos siglos desde la primera, siete constituciones, innumerables desgracias
–incluidas varias sublevaciones–, una guerra civil y cuarenta años seguidos de dictadura para estar en condiciones de acordar entre todos la primera y única Constitución pactada de toda nuestra historia de ya quinientos largos años. Se dice pronto, pero es increíble. Es increíble que una nación como la española, que ha sido hegemónica en el mundo, que ha llevado a cabo una de las historias de expansión y civilización más importantes
–que todavía algunos interesadamente critican y de la que nos podemos sentir muy orgullosos–, hallamos tardado tantísimo tiempo en asentar la Concordia entre nosotros.

Con esto en la cabeza, no les extrañará que me parezca una locura el asalto al que se ve sometida nuestra Carta Magna en estos tiempos.

Para empezar, es indispensable recordar por enésima vez que esta Constitución nos ha dado los únicos cuarenta años de toda nuestra historia en los que han confluido paz, democracia, libertad y prosperidad compartida. ¡Los únicos! Algo tiene esta tan «imperfecta obra» para haber conseguido semejante logro en un país tendente al enfrentamiento. Y eso es, precisamente, que fue acordada por todos, con cesiones de todos. Fuimos capaces de señalar los objetivos comunes, fuimos capaces de aceptar sacrificios personales y fuimos capaces de renunciar a intereses particulares, por muy legítimos que fueran, para hacer realidad los sueños de todos. Por primera vez compartimos nuestros sueños en lugar de imponerlos. Por fin, la concordia fue posible.

Además de compartir los sueños, aprendimos que se puede cambiar todo un Estado sin quebrantar las leyes, base fundamental de la concordia y la libertad, porque ni estas, ni aquellas, sobreviven las unas sin las otras. Lo que me lleva de nuevo a la actualidad para preguntarme: ¿cómo es posible que, si fuimos capaces de transitar desde una dictadura a una democracia sin incumplir una sola ley, hoy algunos nos planteen que debemos quebrantar una Constitución plenamente democrática para alcanzar no sé qué ensoñación que no compartimos todos?

Todavía hoy sigo recibiendo invitaciones de muy importantes instituciones académicas de todo el mundo para explicar a sus alumnos las claves de aquel irrepetible proceso del que podemos sentirnos protagonistas y legítimamente orgullosos todos los españoles. Mientras, en nuestra querida España, tierra de contrastes, unos andan intentando cambiar la historia para acercar el ascua a su sardina, y otros campan con la boca llena de rupturas e imposiciones. Pues no, señores, no. Eso es precisamente lo que habíamos desterrado de nuestra vida política hace ya cuarenta años a base de concordia. Imposiciones no, ninguna. Y avergonzarnos de la mejor parte nuestra historia y de nuestros políticos, menos.

Hay reglas que no se deben violar en democracia, y especialmente una: la Constitución, norma básica del país, debe estar consensuada entre todos. Algo tan simple como eso, permite la alternancia pacífica en el uso del poder sin que cada cambio de Gobierno suponga un trauma nacional. ¿Es una limitación?... sí, bien es cierto. Pero a cambio se obtienen largos periodos de progreso, bienestar y paz como el que hemos vivido desde 1978.

En nombre de quien ya no puede hacerlo, creo que tengo toda la legitimidad del mundo para pedirle a nuestro Gobierno y a nuestros partidos de oposición que asuman sus tareas con la misma generosidad, desprendimiento y altura de miras con la que se gobernó en aquellos años. Sé muy bien lo mucho que estoy pidiendo. Recuerdo vivamente la falta de colaboración de la oposición en muchos temas; las luchas intestinas dentro del propio partido; los insultos, la descalificación personal y la incomprensión generalizada durante mucho tiempo. Pero permítanme también recordar el inmenso caudal de frutos que todo aquel esfuerzo supuso y que, todavía hoy, seguimos disfrutando.

Es hora de convocar a la mejor España a volver a participar en la vida política de forma activa y generosa. Esa España que quiere convivir y trabajar en libertad. Esa España que desea compartir sus sueños, aun teniendo que adaptarlos, en lugar de imponerlos. Esa España que entiende que la excelencia, ya sea personal o colectiva, no puede ser nunca fuente de privilegios, antes bien, debe ser puesta al servicio del más necesitado. Esa España que construyó el futuro que hoy disfrutamos, late en cada uno de nosotros. Convoquémosla todos para seguir construyendo la obra inacabable de España.