Víctimas del Terrorismo
El dolor y las secuelas del terrorismo se heredan
La Universidad Camilo José Cela constata que las secuelas del terrorismo se perpetúan en generaciones por las conductas postraumáticas heredadas.
Alejandro Ramos fue el lunes a la Audiencia Nacional a enfrentarse cara a cara con los etarras del comando Bellotxa que asesinaron en Mondragón a su padre, guardia civil, el 8 de junio de 1986. Tenía entonces cinco años. 29 años después se sabe que fue Bolinaga quien apretó el gatillo y ahora, tras solventarse un cúmulo de errores judiciales encadenados, se ha juzgado a los colaboradores del etarra que «mataron a mi padre y destrozaron a mi familia». «Mi madre estaba entonces embarazada de cinco meses. Se sintió sola, muy sola en el abismo, en un pozo de dolor tan profundo que mi hermano nació antes de tiempo con un autismo severo e hiperactividad... No lo soportó. Recuerdo perfectamente que el 11 de febrero de 2007 me dejó escrita una nota antes de quitarse la vida en la que me decía: “felicidades, hijo”. Tres días después, justo el día de mi cumpleaños, enterraba a mi madre».
Alejandro recuerda de su infancia el cabecero de la cama con marcas de tiros de bala. Los años más duros del terrorismo «eran como vivir en primera línea de batalla. La gente dice que la infancia es una de las partes más bonitas de la vida porque tienes más posibilidades de ser feliz, pero mi vida ha sido un calvario de malas amistades y relaciones que me le llevaron a coquetear con las drogas. He sentido rabia, miedo, tristeza pena... No he sabido ni lo que sentía... E incluso no he querido vivir más».
Sufrió falsas acusaciones de malos tratos de la pareja con la que tuvo a su hijo Airam, que ahora tiene seis años. La madre del niño desapareció y ahora Alejandro es para él toda su familia.
Su vida podría haber sido muy diferente si unos desalmados no se hubieran cruzado en la vida de su familia para echarla a la deriva. «No quiero venganza, pero no perdono porque he pagado un precio muy alto».
Ahora más que nunca Alejandro es consciente de que el duelo y las secuelas del terrorismo se heredan. Su caso es un ejemplo de tres generaciones de dolor, la herencia de tres décadas de terror en el que ha reparado la Universidad Camilo José Cela, creadora de un proyecto pionero en España y Europa con el que colabora la Fundación Víctimas del Terrorismo y que trabaja la gestión psicosocial y emocional de jóvenes afectados por el terrorismo. También se está utilizando como guía en la prevención de la radicalización yihadista. El proyecto, que recibe el nombre de Campus de Paz, pretende que las víctimas recuperen capacidades que parecían perdidas por el trauma que han vivido. A través de espacios educativos y talleres lúdicos adquieren técnicas y métodos para desarrollar valores sociales y gestionar sus sentimientos.
«Las secuelas del terrorismo se perpetúan porque los familiares transmiten sus depresiones, sus miedos, sus odios y sus rabias a las generaciones siguientes. A los niños y jóvenes que han sufrido una acción terrorista no se les ha enseñado a manejar esos sentimientos. Crecen en hogares marcados y desestructurados por los atentados, donde todos sus miembros padecen alteraciones y heredan conductas postraumaticos. Para ellos hay un antes y un después difícil de asimilar porque disponen de menos recursos psicológicos para comprender y poner palabras a lo sucedido», explica Ignacio Sell, director de Campus de Paz. De ahí que el proyecto nazca con la vocación de «dar herramientas a los niños para que gestionen de manera correcta sus emociones y conozcan en profundidad los procesos por los que ha pasado su familia».
La Fundación Víctimas del Terrorismo fue la primera en alertar de la necesidad de que se llevara a cabo alguna iniciativa dirigida a jóvenes después de detectar que muchos tenían problemas de conducta y adaptación social. La Institutción Educativa Sek recogió el guante y empezó a trabajar en el proyecto Campus de paz tomando como referencia el proyecto avalado por la organización CASEL liderado por Linda Lantieri, que empezó a colaborar con niños del 11-S desde la perspectiva de la inteligencia emocional. El mindfulness, otra técnica en auge que ayuda a centrarse en el momento presente de una manera activa, es otra de las herramientas que se está utilizando para mejorar. «El miedo es una de las emociones que se arrastran de generación en generación y que los niños a veces no saben gestionar. Algunos no saben distinguir entre tristeza y enfado y en lugar de identificar a su madre como triste piensan que está enfadada. A su vez, una mala gestión del miedo genera niños inseguros, con una autoestima baja», explica Sell. Marga, doctora en Psicología y máster en inteligencia emocional, además de ser una de las personas que trabaja en Campus de Paz, cuenta que «ante un duelo heredado el niño se siente solo, no sabe cómo gestionar la tristeza de su familia y acaba pidiendo ayuda a gritos mediante la agresividad o una mala conducta. Hay niños que se sienten inseguros y con 12 o 13 años se sienten incapaces de realizar cuestiones tan sencillas como tirar la basura».
Con los menores el trabajo es dinámico. A través de actividades lúdicas los expertos son capaces de detectar las deficiencias emocionales que tienen sin necesidad de someter a los niños a un test. Uno de los juegos consiste en escribir en un papel un miedo y arrojarlo mientras te deslizas por una tirolina. «Se trata de emplear técnicas que ayudan a poner nombre a las emociones y que generan mayor confianza en sí mismo», dice Sell.
Los niños pintan rascacielos en los que califican las emociones en un piso o en otro dependiendo de sus vivencias. Ejercicios como éste, entre otros, han permitido a los expertos de la Universidad Camilo José Cela observar el desarrollo emocional dependiendo del atentado: «A las víctimas de ETA les cuesta mucho cerrar sus heridas ya que la presencia de los hechos es muy constante, cotidiana. Para muchos son interminables los procesos de reparación y mantienen vivos sus traumas durante larguísimos periodos de tiempo. Son expuestos permanentemente a lo que les ha acontecido, detalles y circunstacias que por necesidad deben recordar una y otra vez... Es como si diariamente tuviéramos que pasar por la misma curva de la carretera en la que se estrelló nuestro ser querido». Con respecto a las víctimas del 11 de marzo esta circunstancia no está presente de manera tan incisiva. «El propio azar en sus vidas cotidianas supone para ellos motivo de inquietud. Su trauma, bien por haber perdido a un ser querido, quedar incapacitado o simplemente haber sobrevivido a la masacre, se deriva de una circunstancia tan espontánea y sorpresiva que les limita enormemente su capacidad de integración social ya que esperan la desgracia a la vuelta de la esquina», dice el director de Campus de Paz.
Con las víctimas adultas el grado de daño emocional está más arraigado. «Hacemos reuniones formales aunque más dinámicas; con algunos el trabajo es más dificultoso porque los días malos suelen prevalecer sobre los satisfactorios, incluso con graves consecuencias; otros, sin embargo, muestran un trabajo previo muy sólido que ha favorecido que su grado de resistencia sea muy favorable. Este grupo de “posgrado” es un ejemplo de superación. Entre ellos han constituido un grupo unido emocionalmente y se apoyan unos a otros».
Alejandro acude con su pequeño Airam al campus siempre que puede. «Nunca había hecho terapia en grupo, pero me siento lleno. Sé que no voy a salir totalmente curado de mi dolor, pero he conocido a varias personas que me entienden porque han sentido lo mismo que yo; he aprendido a relajarme y, sobre todo, a afrontar la vida cotidiana de otra manera. En Campus de Paz nadie habla ni de ETA ni de Al Quaeda...Ahora vivo con mi hijo la infancia que me robaron».
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