Barcelona
El golpe fallido que desató la Guerra Civil
El desastre en la coordinación de los sublevados y la obstinación del gobierno republicano en negar el levantamiento derivó en tres años de conflicto.
El desastre en la coordinación de los sublevados y la obstinación del gobierno republicano en negar el levantamiento derivó en tres años de conflicto.
Nada salió como estaba preparado. La fecha elegida para el golpe de Estado no fue el 18 de julio, ni siquiera «el 17 a las 17», sino que todo se adelantó a pesar de que estaba preparado para el 20. La coordinación de los golpistas en los primeros días fue un desastre. Precipitación, miedo, ira y violencia. El gran plan, esa teoría del golpe que hubiera hecho a Curzio Malaparte enarcar las cejas, no se llevó a la práctica como estaba marcado en el papel. Lo cuenta bien Miguel Platón en «Así comenzó la Guerra Civil. Del 17 al 20 de julio de 1936: Un golpe frustrado» (Actas, 2018), que corrige errores que han pasado al cine y a la novela, resultado, según él, del «corta y pega», y de un puñado de datos equivocados que se deben, dice, a la mala fe. Platón es un historiador externo; sí, de esos que no proceden de la canonjía académica y, a más inri, o quizá por ello, de los que no eluden la confrontación en un tema tan polémico como la frustración de la Segunda República. Además, Platón tiene una virtud de la que muchos carecen y que a veces proporciona el periodismo: sabe escribir. Por esta razón es capaz de desgranar con pulso lo que ocurrió en aquellos cuatro días de julio y que, en opinión del autor, pusieron las bases para la prolongación indeseada de la guerra. En realidad, esta nueva obra de Platón parece culminar la que publicó hace cinco años titulada «El primer día de la guerra. II República y Guerra Civil en Melilla».
En esa ciudad africana, lugar de nacimiento del escritor, es donde Miguel Platón ubica el inicio del conflicto y de los errores. Es evidente para cualquier historiador que al general Mola, republicano y auténtico cerebro del golpe, no le salieron bien los planes. El movimiento estaba pensado para ser fundamentalmente peninsular; es decir, para implicar a las guarniciones de las grandes capitales en un golpe coordinado. El objetivo no era instaurar una monarquía sino una dictadura, dice Platón siguiendo a otros muchos historiadores, que evitara la deriva revolucionaria y de desorden que se había instalado en el régimen. La brutalización de la política y la degradación de las instituciones eran una realidad. Existía un ambiente de violencia consentida que arrasaba las calles desde hacía meses: seis muertos cada dos días durante el mandato del Frente Popular, de febrero a julio de 1936 (pág. 76). Además, el significado de «República» tal y como era entendida por el Frente Popular, de forma exclusivista y revolucionaria, chocaba con la que tenía una parte significativa de la sociedad española. Las dificultades encontradas en la Península durante la conspiración, antes del 17 de julio, decidieron a Mola a dar protagonismo a las fuerzas profesionales de Marruecos. Aun así, no las tenía todas consigo. Platón insiste en que fue el encubrimiento gubernamental del asesinato de José Calvo Sotelo, el 13 de julio, perpetrado por personas del PSOE, lo que decidió a algunos, como al general Franco o a Comunión Tradicionalista, a participar en el golpe. A partir de aquí, el libro discurre minuciosamente por los acontecimientos y personas día a día, entre el 17 y 20 de julio, fechas que marcaron aquel «empate» desastroso. Todo empezó cuatro días después del asesinato de Calvo Sotelo, cuando unas pistolas fueron robadas en el Parque de Artillería de Melilla. El propósito era repartirlas entre los falangistas que iban a auxiliar en la sublevación. Hubo una delación, como tantas veces en la Historia, que precipitó los acontecimientos. Sin embargo, los sublevados supieron que iban a ser detenidos, consiguieron neutralizar a las fuerzas del orden y detuvieron al general Manuel Romerales por no sumarse a la rebelión. Los golpistas llamaron entonces en su ayuda a las unidades del Protectorado de Marruecos, al tiempo que los frentepopulistas organizaban la resistencia en la ciudad. Esa noche, dice Platón, los golpistas se hicieron con el poder en Melilla, Ceuta y Marruecos.
Casares Quiroga, presidente del Gobierno y ministro de la Guerra, conoció la situación en Melilla esa misma tarde. Ordenó que la flota bloqueara el estrecho de Gibraltar y el mar de Alborán. Además, dio la orden de que la aviación bombardeara las plazas sublevadas, lo que acabó decantando a la población marroquí a favor del golpe, y que fuerzas militares se concentraran en Madrid. No obstante, como señala Platón, Casares Quiroga pensó que aquello era una «sanjurjada», en referencia al golpe en 1932 del general Sanjurjo, y que podría reprimir la algarada fácilmente. Otro error. No funcionó el servicio de inteligencia y la respuesta del Gobierno fue prepotente. Entre el golpe fallido y la ineficaz represión, ya solo quedaba la guerra. España madrugó el 18 de julio con un comunicado radiado del Gobierno: «Se ha frustrado un nuevo intento criminal contra la República». La realidad era muy distinta. Mola, Franco y Yagüe se enteraron del error melillense después de que lo hiciera el gobierno de Casares Quiroga, y la sublevación se precipitó. De hecho, los generales Franco y Queipo de Llano, éste en Sevilla, se decidieron por el golpe el 18 de julio. Ese mismo día quedó patente la debilidad de Casares ante un Largo Caballero que exigió «dar armas al pueblo»; es decir, a las organizaciones políticas y sindicales de izquierdas. Martínez Barrio, al que Platón, como otros historiadores, otorga el papel de republicano sensato y mediador, señaló que esa entrega de armamento a la población civil constituía una locura y que era preciso hablar «desde la ley, con las guarniciones leales» para apaciguar los ánimos (pág. 435). Fue imposible. La desobediencia era creciente. Al tiempo, el Ministerio de la Gobernación, lo que era todo un símbolo de quién iba a tomar el poder, cedió el micrófono a Dolores Ibárruri, La Pasionaria, para indicar a los españoles qué debían hacer. Fue entonces cuando, en la radio, dijo el conocido «¡No pasarán!». En esa situación, desposeído de autoridad, fue lógico que el propio Casares confesara el 18 de julio: «Llamo a los cuarteles y nadie me responde» (pág. 468).
«Miss Canarias»
El 19 de julio se decidió el general Mola a dar el paso, Franco –a quien llamaban sus compañeros «Miss Canarias», como recuerda Platón– auspició un conflicto largo, y Diego Martínez Barrio, republicano, presidente de las Cortes, intentó evitar la guerra civil. El fracaso de este último para lograr la conciliación fue clamoroso. El PSOE se negó a desperdiciar una ocasión de hacer la revolución y se negó a negociar un acuerdo para impedir la guerra (pág. 488). Mola, por su parte, tuvo una conversación telefónica con Martínez Barrio y se empecinó en el conflicto armado (pág. 493). A la altura de 1936 había dos minorías que deseaban la contienda civil; y así fue. Tras confesar su fracaso Martínez Barrio a Manuel Azaña, presidente de la República, el nuevo Gobierno, presidido por José Giral, decidió el reparto masivo de armas (pág. 537). Al día siguiente fue derrotada la sublevación en Madrid, como el 19 de julio lo había sido en Barcelona. Además, el general Sanjurjo, quien iba a hacerse cargo del golpe, murió el 20 en accidente de avión. La obra de Miguel Platón termina como se planteó al principio, como una historia de personas, por lo que relata la trayectoria vital de los protagonistas y gente antes anónima, cuya participación fue crucial en aquellos cuatro días que marcaron el fracaso de un golpe y el inicio de una guerra civil.
Las iglesias ardían mientras otros iban de verbena
Madrid vivía un peculiar mes de julio. «¿Quién pensaba en Calvo Sotelo?», escribió Arturo Barea. Los comunistas desfilaban por las calles con retratos de Lenin y Stalin siguiendo el silbato del jefe. La CNT se declaró en huelga en la construcción y disparaba a los ugetistas que trabajaban. Los locales públicos tenían entonces sus radios al máximo volumen. Los rumores volaban: «A lo mejor unos cuantos señoritos se han emborrachado y nada más», seguía Barea. No era así. Agustín de Foxá recogió el testimonio radiado en el que se rogaba a los sindicalistas y partidos del Frente Popular que fueran a sus sedes. Una multitud se desplegó por las calles al grito de «¡Armas! ¡Armas!». La tensión la resolvió el «boticario Giral», escribió Foxá, quien, «lívido, sentado en su sillón» dio la «orden terrible: que se arme al pueblo». El domingo 19, apuntó Barea, «unas cuantas iglesias ardían» mientras unos madrileños se iban al campo o a la verbena y otros sitiaban el Cuartel de la Montaña.
Era la guerra.
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