40 años de las primeras elecciones
¡Es la fiesta de la democracia!
Los resultados llegaban con cuentagotas. Parece que un ministro llegó a insinuar un pucherazo. Nadie le hizo caso.
Los resultados llegaban con cuentagotas. Parece que un ministro llegó a insinuar un pucherazo. Nadie le hizo caso.
Para muchos de nosotros, que habíamos seguido de cerca los estertores del viejo régimen, acudir a votar libremente por primera vez en la vida era la culminación de un sueño. Trabajo costó. Aquel 15 de junio, domingo, amaneció un día luminoso y veraniego. Las radios repetían: «¡Es la fiesta de la democracia!». Yo voté por la mañana en un colegio cerca de la Ciudad de los Periodistas donde vivía. Fuimos toda la familia juntos. Llevé de la mano a mi hijo mayor, de cuatro años, a depositar conmigo las papeletas en las urnas, para que recordara bien ese momento. Fue emocionante. Por fin, pensé, no somos una excepción en Europa. Recuerdo que tuvimos que esperar en la cola un rato, porque la participación era nutrida y porque a los representantes de las mesas, que no se habían visto en otra, les costaba comprobar los datos y resolver los pequeños contratiempos. Todo era de estreno. «La jornada electoral se desarrolla con normalidad, sin incidentes de relieve», repetían las emisoras. Hubo un fuerte despliegue policial. El temor a un atentado que ensangrentara la jornada, algo habitual entonces, estaba muy presente en las Redacciones de los periódicos. Yo era jefe de Información Nacional de «Informaciones», en el caserón de la calle San Roque, y viví por entonces muchos sobresaltos de cerca. En este caso, el horrible atentado se retrasó una semana justa, con el asesinato de Javier Ybarra. «Dejaron su cuerpo arriba, en el pinar, –escribí en mi columna del periódico– con dos tiros en la nuca».
En aquel tiempo los periodistas descansábamos el domingo. El lunes no había periódicos matutinos, sólo «La Hoja del Lunes» de la Asociación de la Prensa. «Informaciones» salía por la tarde. Así que ese 15 de junio pude dedicar más tiempo a la familia y a observar lo que pasaba en la calle. Madrid, sobre todo los barrios céntricos, estaba empapelado. Los carteles de los partidos –una sopa de letras– cubrían las tapias, los muros de los edificios, las vitrinas de los escaparates, los túneles del metro, las marquesinas de los autobuses...todo. El rito de la pegada de carteles la madrugada en que arrancaba la campaña electoral fue una ocurrencia del asesor electoral José Luis Sanchís, e hizo fortuna. Se calculó que el tinglado electoral costaría a los españoles unos cinco mil millones de pesetas. Era la propina de la democracia. Colocar un cartel se pagó a catorce pesetas. Muchos estudiantes salieron así de apuros esa noche. Dos rostros, ciertamente fotogénicos, destacaban en las paredes: el de Adolfo Suárez, al frente de UCD, con el lema «Vote centro, la vía segura a la democracia», y el de Felipe González (PSOE), como nueva imagen de la política española, con el lema «La libertad está en tu mano». La campaña de UCD la llevó Rafael Ansón, que a la vez era director general de RTVE. Destacó enseguida la campaña del PSOE, dirigida por Alfonso Guerra, con unos preciosos dibujos naif de José Ramón. El presidente Suárez no hizo campaña para que nadie le acusara de aprovecharse del cargo, salvo una visita a Cebreros, su pueblo, el día del Corpus, y, la aparición el viernes por la noche en el último espacio en TVE –entonces no había otras televisiones– cuando pronunció el célebre discurso «Puedo prometer y prometo», pergeñado al alimón por Manuel Ortiz y Fernando Ónega. «Libertad sin ira» fue sin duda la ilustración musical de las primeras elecciones, que sonaba a todas horas. Repetía y repetía: «Guárdate tu miedo y tu ira, porque hay libertad».
A media noche decidí trasladarme a un hotel céntrico donde estaba instalado el cuartel general de UCD, un conglomerado de aluvión formado por pequeñas formaciones –socialdemócratas, liberales, democristianos e independientes más o menos azules– que se suponía la fuerza vencedora. Los resultados llegaban con cuentagotas y no eran concluyentes, y el alcance de la victoria no estaba claro aún. El escrutinio se retrasaba más de la cuenta y la euforia de los reunidos, con una copa en la mano, era más bien contenida. Luego supimos que en Moncloa hubo intentos de frenar la información porque, a pesar de que los datos apuntaban a un triunfo indudable de UCD, aquello se antojaba insuficiente. Parece que uno de los ministros llegó a insinuar, medio en broma medio en serio, la posibilidad de un pequeño pucherazo. Nadie le hizo caso.
Así pues, para el presidente Suárez, principal artífice, con el Rey, de la llegada de la democracia, fue una victoria agridulce, porque, con 167 diputados, no había alcanzado la mayoría absoluta que esperaba y debía pactar para gobernar. Aquella madrugada, el elegido presidente del Gobierno por los españoles tuvo el detalle de coger el teléfono y llamar a Felipe González para felicitarle por el gran éxito del PSOE. Tenía que haber sido al revés. Pero el entonces líder socialista, mucho menos generoso y educado que su rival, no fue capaz de llamar al vencedor de las primeras elecciones democráticas celebradas en España.
Años después, recordando esa fecha, Adolfo Suárez me confesó: «El 15 de junio de 1977 los españoles pudieron expresar libremente sus preferencias políticas. Aquella apoteosis democrática debía ser el inicio de una larga convivencia en libertad».
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