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Felipe VI y Juan Carlos I: reinar en tiempos revueltos

La Razón
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Cuando escribo estas líneas que hoy se publican, el lunes me parece un sueño, no por esperado menos sorprendente, y mi memoria me trae la imagen de aquella otra mañana en el hemiciclo de las Cortes, cuando Juan Carlos de Borbón fue proclamado Rey de España y a renglón seguido prometió serlo de todos los españoles. En estos treinta y ocho años lo ha cumplido fielmente. Motor del cambio, impulsó con serenidad el camino hacia la construcción de un sistema democrático, y con la Constitución de 1978 devolvió al pueblo su soberanía, convirtiéndose de todopoderoso señor en el primer ciudadano. A lo largo de más de un tercio de siglo ha sido un Jefe de Estado ejemplar con una lealtad sin mácula, servidor siempre de los deseos de la gente depositados en las urnas, único vehículo legítimo de la democracia. Es el voto secreto y no asambleario, ni a mano alzada, ni la algarada con pasamontañas, incendiando contenedores y cajeros automáticos, a pedradas contra los agentes de la autoridad, es la única expresión legítima de la «voluntad general». Lo demás, anarquía para que en río revuelto pesquen los partidarios del estado totalitario y el pensamiento único. En conclusión, este Rey modélico como tal se nos va. Es el fin de un ciclo histórico y un relevo generacional.

Ocupará su puesto el hoy Príncipe de Asturias, hombre hecho y derecho en la mitad del camino de la vida, muy bien preparado –ha cursado con aprovechamiento la «carrera de rey– y con una notable experiencia, conocedor del mundo y de los personajes de este gran teatro junto a quienes construirán la historia del mañana. Es otro gran regalo que nos dejan su padre y la Reina Sofía, mujer también ejemplar, consciente siempre de su deber, señorial y afable, algo muy distinto de una «primera dama», pero en definitiva la primera ciudadana española aunque naciera en Grecia.

La abdicación del Rey, con escasos precedentes en nuestra historia moderna, –uno el de Felipe V, primero de la dinastía en el siglo XVIII y otro el de Amadeo de Saboya en el XIX, un evento previsto pero deficientemente regulado en el artículo 57, párrafo 5, de la Constitución–, ha dejado al descubierto una serie de carencias en la configuración jurídica de la Corona, necesitada de un desarrollo a través de una o varias leyes orgánicas. Como ejemplo a vuela pluma viene a mi memoria, entre otras, la regulación precisa del procedimiento en caso de abdicación, sólo sugerida en el texto constitucional, con especial atención al trámite parlamentario de la aprobación, que deberá ser lo más rápido posible. Acontecimientos recientes pusieron de relieve la inexistencia de un estatuto adecuado en el ámbito judicial para la Reina consorte o al consorte de la Reina, el heredero de la Corona y otros miembros de la Familia Real.

Como han revelado inmediatamente las reacciones de algunos sectores minoritarios, cuya vocación democrática resulta difícil de descubrir, el momento elegido ha resultado ser el más oportuno para la sucesión sin traumas, en una época complicada pero no más, yo diría que no tanto, como la que encaró Juan Carlos el año 1975. Era previsible por otra parte que algunos, muy especialmente quienes adujeron la Republica, apuñalándola por la espalda, y crearon una «república popular» diseñada por Stalin entre 1936 y 1939, pidieran ahora un referéndum para que los españoles podamos optar entre esta Monarquía y aquella República, como si no lo hubiéramos hecho el 15 - J de 1977 al votar la ley para la reforma política y en diciembre del año siguiente con motivo de la Constitución, ratificada popularmente por una abrumadora mayoría.

Los «nietos de la República», cuya «memoria histórica» es tornadiza – «la mentira es revolucionaria» dijo Lenin, prefiera dejar en el olvido que la «Niña Bonita» llegó como la primavera, después de que sus partidarios perdieran unas elecciones municipales, aún cuando ganaran casi todas las capitales de provincia, sin que la documentación remitida por las mesas electorales fuera escrutada, como dio testimonio el periodista británico Henry Buckley. Hubo en ese instante un vacío de poder como consecuencia de la marcha de Alfonso XIII. En tal encrucijada histórica el sedicente Gobierno Provisional no tuvo la ocurrencia de convocar un plebiscito que legitimara el cambio de régimen. Simplemente proclamó la segunda República sin más. Lo mismo, por cierto, había sucedido medio siglo antes para traer la primera con un «golpe de Estado» parlamentario.

De otra parte, la Constitución de 1931, un «trágala» impuesto por una exigua mayoría coyuntural en un hemiciclo semi vacío, adolecía de alergia a oír la voz del pueblo, como percibió a la sazón el maestro de juristas Nicolás Pérez Serrano. En su artículo 66 se admitió con renuencia el referéndum, a propuesta de la minoría progresista con la decidida oposición del socialismo, que también había combatido el voto de la mujer. Ahora bien, de la consulta popular quedaban explícitamente excluidas la Constitución, sus leyes complementarias y los Estatutos regionales. Bizarra democracia que hubiera asombrado a Lincoln, gobierno para el pueblo pero sin el pueblo. A estas reflexiones sobre el tiempo pasado y la coherencia conviene añadir las opiniones de dos conocidos historiadores, Stanley G. Payne y Paul Preston que en la actual coyuntura histórica de España no consideran aconsejable una restauración republicana. Resulta esclarecedora la insistencia al respecto de los sectores antisistema, comunistas, nacionalistas y bolivarianos. Cuanto más débil sea el poder, mejor para quienes pretenden la subversión y/o la secesión.

En fin, la situación que afrontará el nuevo Rey no es cómoda ni fácil en un país donde los problemas se han multiplicado desde la desastrosa gestión del presidente Rodríguez Zapatero en el «septenio negro», pero no son peores que los encontrados por su padre, que se jugaba el ser o no ser del futuro entre los «inmovilistas» y los partidarios de «la ruptura». Hoy se encuentra con un sistema democrático, base de partida la más valiosa que permite abrir una ventana a la esperanza. Bienvenidos sean Felipe VI y también Leonor, Princesa de Asturias, símbolo de permanencia y estabilidad. Dios os guarde.

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