Opinión
No hay dirección, solo trámite
Mientras Sánchez intentaba proyectar imagen de estabilidad frente a la amenaza exterior, sus socios desentonaban en la partitura común
Hay momentos en los que un país se ve desnudo ante sus propios fallos. El nuestro, ahora, expone una fragilidad alarmante: la debilidad de un Gobierno incapaz de ofrecer una respuesta a la altura del reto que enfrenta. La reciente imposición de aranceles por parte de Washington –más que un síntoma económico– se ha convertido en un catalizador político. No se trata únicamente de exportaciones o de PIB, sino de la capacidad del Estado para reaccionar con firmeza, coherencia y visión.
Pedro Sánchez compareció esta misma semana con una puesta en escena de grandes anuncios: gesto grave, tono institucional, promesa de unidad. Pero lo que se presentaba como una respuesta nacional se quedó en una declaración voluntarista, una promesa sin contenido. El Plan de Respuesta y Relanzamiento Comercial, anunciado por el Gobierno español, moviliza 14.100 millones de euros –realmente, solo 7.400 en nueva financiación– para contrarrestar el impacto de los nuevos aranceles estadounidenses. Sin embargo, lo que se vistió de proyecto común rápidamente se redujo a una mera iniciativa de parte; la de un Ejecutivo en minoría, arrastrado por una coalición que opera bajo la lógica del intercambio constante y que relega el interés nacional a un trueque parlamentario. En lugar de buscar apoyos por convicción, el Gobierno los persigue por desgaste, administrando alianzas frágiles como quien raciona oxígeno en medio de una tormenta.
No basta con llamar a la unidad, hay que ser capaz de construirla. Sánchez, atrapado en una geometría parlamentaria que convierte cada decisión en un juego de cesiones, no puede convocar una política de Estado sin deshacer la lógica con la que sostiene su poder. El dilema es estructural. Gobernar desde la fragmentación genera gobiernos que sobreviven. Nada más.
Sectores clave de la economía española, como el agropecuario o el industrial, se enfrentan a una enorme incertidumbre. Y la respuesta política, hasta ahora, ha sido más gestual que efectiva. Se anuncian cifras sin detallar mecanismos que las hagan reales, se alude a sectores sin especificar los criterios de reparto. La falta de claridad sobre el calendario, el impacto esperado y los instrumentos de ejecución deja en el aire la eficacia real de la medida. En lugar de ofrecer certidumbre, el plan transita en la ambigüedad, como si bastara con sumar cifras para conjurar un futuro incierto.
La consecuencia no es solo política, sino estructural. La respuesta del Gobierno ante los aranceles de Estados Unidos no ha despejado incógnitas.
No basta con llamar a la unidad, hay que ser capaz de construirla
Lo que se presenta como acción ejecutiva carece de la arquitectura necesaria para consolidar una acción real. Las decisiones no emergen de un plan concertado, sino de un equilibrio inestable entre fuerzas que apenas comparten una visión común de país. No hay dirección, sino adaptación. Y en esa lógica de urgencias encadenadas, se disuelve cualquier capacidad de respuesta.
La fragilidad del Ejecutivo no se expresa solo en su minoría aritmética, sino en las disonancias de su propio seno. Mientras Sánchez intentaba proyectar imagen de estabilidad frente a la amenaza exterior, sus socios desentonaban en la partitura común. Desde Sumar, se exige una financiación del plan basada en nuevos impuestos a las grandes empresas, desviando el foco del consenso nacional hacia un relato de antagonismo económico. Podemos, por su parte, ha deslizado propuestas tan imprudentes como la expropiación de activos de fondos estadounidenses, gesto más simbólico que viable, y que compromete la seriedad del mensaje exterior. Lejos de reforzar el frente común, estas disonancias reflejan la incapacidad del Gobierno para cohesionar un discurso, siquiera dentro de sus propias filas. Lo que debería ser una estrategia de país se descompone en un caos de retóricas inconexas.
El Gobierno se ha habituado a gobernar en presente continuo, sin pretensión de futuro. Se responde a la crisis con el cálculo justo, con el equilibrio que permite sobrevivir un día más. Pero esa forma de hacer política erosiona lentamente la legitimidad. Porque un país no se construye desde la urgencia, sino desde la convicción. Y el liderazgo no es solo estar al frente, sino saber hacia dónde se quiere dirigir a los demás.
Lo más grave de todo no es la división, sino la costumbre de vivir en ella. El Gobierno llama al acuerdo con la inercia de quien sabe que no lo alcanzará porque realmente nunca lo ha buscado, y el país asiste, fatigado, a esa coreografía repetida. No hay dirección, solo trámite.