José María Marco

Lo que queda de Cataluña

Los tabarneses ya han empezado a reivindicar el mito de la Barcelona cosmopolita y a remitir al nacionalismo catalán a sus raíces, es decir, a la tierra. Si se resta Tabarnia sólo queda Catetonia

Turistas fotografían a un ciudadano que pasea envuelto en una estelada
Turistas fotografían a un ciudadano que pasea envuelto en una esteladalarazon

Los tabarneses ya han empezado a reivindicar el mito de la Barcelona cosmopolita y a remitir al nacionalismo catalán a sus raíces, es decir, a la tierra. Si se resta Tabarnia sólo queda Catetonia.

La invención de Tabarnia es algo más que una broma, aunque lo más serio de la cuestión reside precisamente en su carácter humorístico. Como se sabe de sobra, Tabarnia sería la nueva Comunidad Autónoma desgajada de la de Cataluña siguiendo un trámite previsto en la Constitución, derivado del llamado «derecho a la autonomía», en sus artículos 143 y 144.

En sí, Tabarnia sería una realidad apenas muy poco más impertinente que la invención de las Comunidades Autónomas que se realizó después de la promulgación de la Constitución, cuando surgieron las Comunidades de Cantabria, La Rioja, Murcia o Madrid, o cuando Guadalajara quedó colocada en esa unidad nueva que se llamó Castilla-La Mancha, o León quedó adscrito como apéndice a la otra Castilla. Se recordará que todo aquello, consagrado ya por los usos y la historia, se debe en buena medida al intento de tranquilizar a los nacionalistas, en particular a los catalanes, que no se sentían a gusto con la idea de tener por vecino a una unidad administrativa y política como España, sin reequilibrios internos. Nunca en el siglo XX la política española dejó de gravitar en torno de la «comodidad» de los nacionalistas...

Como se ha dicho, Tabarnia refuta al nacionalismo en sus propios términos. Si la nación depende de la voluntad de sus habitantes, no hay por qué dudar de la legitimidad de la aspiración tabarnesa: la mayoría se impone, en este caso como en otros muchos. Y al contrario, si la nación es sobre todo cuestión de identidad y de historia, bastarán unos pocos años para que Tabarnia se dote de una identidad cultural a la medida: por ejemplo, el bilingüismo catalano-castellano. Entre otras muchas cosas, los tabarneses ya han empezado a reivindicar el mito de la Barcelona abierta y cosmopolita y a remitir al nacionalismo catalán a sus raíces, es decir a la tierra y a los antepasados. Ahí está el legado carlista, antimoderno y ultramontano, que justifica el nuevo nombre de lo que queda de Cataluña, una vez restada Tabarnia: Catetonia.

Es aquí donde las cosas se ponen un poco más serias. Catetonia, efectivamente, apunta a un descrédito de lo catalán en la España actual y futura. El hecho corre el riesgo de ser definitivo, porque si de algo no se vuelve indemne es del ridículo, como bien avisó algún prohombre nacionalista. El «procés» (o «prusés», como se suele decir) ha acabado con esa creencia, que lindaba con lo supersticioso, en la superioridad de Cataluña, sus hábitos, su sensatez, su modernidad. La ocurrencia de Catetonia indica también que la empresa de demoliciones –responsabilidad de los nacionalistas, conviene recordarlo– apunta más lejos. Por primera vez se pone en duda la idea de una cultura catalana propia, más allá de las costumbres y los usos que la distinguen, como distinguen cualquier otro territorio de España. No es que lo catalán no sea respetable. Es que no alcanza ese umbral crítico que permite hablar de una «cultura» propia, siquiera sea nacional, como no lo hacen otras formas de vida incluidas en la cultura española y a las que esta da sentido. Esta nueva forma de entender la realidad catalana tardará tiempo en consolidarse porque rompe demasiados intereses y demasiados tabúes. Ya está en marcha, sin embargo, y a partir de ahora es de suponer que irá cobrando fuerza. De nuevo quedan demostrados los estrictos límites que las políticas de identidad tienen en las naciones europeas, una combinación –la del concepto de nación y el concepto de Europa– irreconciliable con las políticas de identidad, que son una de las reencarnaciones (post)modernas del nacionalismo.

De paso –y esto es aún más relevante– empieza a quedar atrás una cierta idea de España, la misma que hacía de la antigua Cataluña un ejemplo de construcción nacional para una España invertebrada, según la célebre metáfora, nacionalista en su raíz y en su significado, de Ortega. Las dos ideas, que están en el fondo del tópico de la Cataluña avanzada y la España atrasada y al borde siempre del subdesarrollo, han ido juntas. Se necesitan la una a la obra. Ortega fue el primero en proponer una organización «autonómica» del Estado español en su serie de artículos titulada «La redención de las provincias». En este caso, se trataba de encajar en una España nueva a todos los que habían hecho de su incomodidad con lo español un motivo político, vital y estético.

Pues bien, Tabarnia y Catetonia indican, más allá de lo que queda de Cataluña, lo que queda de esa idea de España basada en una consideración sistemáticamente negativa de la historia, la tradición y la política propias. En contra de lo que siempre se había dado por supuesto, parece que hay mucha gente que quiere ser y seguir siendo española. Y que no hace distingos entre los buenos y los malos españoles porque piensa en España como un todo, sin necesidad de andar discriminando lo que es y no es español según las preferencias ideológicas y estéticas –sobre todo estéticas– dictadas en su día por unos árbitros del gusto que nos decían lo que era y lo que no era España. Por fin empezamos a librarnos de lo que queda de la España negra que lleva un siglo pesando como una losa –como un chantaje, mejor dicho– sobre lo español.