Buenos Aires
Los catalanes de Franco
75 años después de la entrada de las tropas franquistas en Barcelona, el nacionalismo instala la idea de que la Guerra Civil fue contra Cataluña.
Tal día como hoy, 26 de enero, las tropas de Franco entraron victoriosas en Barcelona hace 75 años. La contienda civil daba ya sus últimos coletazos. Pero se trataba de una guerra civil que no se había urdido contra Cataluña, como mantienen todavía hoy los nacionalistas exacerbados faltando a la verdad histórica, sino que durante la misma llegó a derramarse a borbotones la propia sangre catalana en defensa de los intereses de la República... o de Franco. Porque tan catalanes eran quienes respaldaban con decisión a los sublevados como quienes los combatían sin miramientos. Incluidos, claro está, los integrantes del heroico Tercio de Nuestra Señora de Montserrat, que dieron hasta el último aliento de sus vidas encuadrados en el bando nacional.
En los archivos militares se conserva, para los desmemoriados, la relación de los caídos en la defensa del municipio zaragozano de Codo, en el Campo de Belchite, el 24 de agosto de 1937. Los apellidos de Cataluña entera se mezclan así unos con otros en el sangriento cóctel del campo de batalla: desde Amiell, Algans, Arnalot, Casals y Buxeda, hasta Coll, Cortacans, Espelt, Escolá, Freixes o Font, pasando por otros de origen tan genuinamente catalán como Gimbernat, Guix, Oliver, Obiol, Pla, Pagés y Pujol.
Médicos, abogados, tenderos, maquinistas, obreros en general que huyeron de Cataluña el 19 de julio de 1936, tras el fracaso del alzamiento, para enrolarse como voluntarios en el Tercio de Montserrat, con independencia de que fueran o no carlistas.
La huida del 19 de julio
Llegados a Zaragoza, acudieron al centro de reclutamiento instalado primero en el Instituto Goya y más tarde en el Real Seminario de San Carlos. Aunque no entraron en combate hasta el 23 de marzo de 1937, en la loma del Saso, cerca de Belchite.
Poco después, el enemigo huía a la desesperada, afianzándose el Tercio en Codo. Hasta que el 24 de agosto, los republicanos lanzaron su contraofensiva sobre aquella posición. Atrincherados, los de Montserrat defendieron su territorio hasta más allá de sus propias fuerzas. El único oficial superviviente, el alférez médico Ramón Navarro Garriga, dejó escrito esto mismo en su informe a los superiores, para mayor gloria de los bravos combatientes: «El número de atacantes y material del enemigo era abrumador, en relación con la guarnición de Codo, pues ascendía de ocho a diez mil hombres, artillería, gran cantidad de morteros, ametralladoras, trece tanques y escuadrones de caballería senegalesa, siendo los defensores inferiores a doscientos hombres».
Recompuesto el Tercio, participó al año siguiente en la célebre batalla del Ebro para defender esta vez la posición de Villalba de los Arcos. De nuevo se produjo una escabechina y hubo que lamentar 58 muertos y 174 heridos. Finalmente, el 21 de marzo de 1939 se unió el Tercio a la gran ofensiva del Cuerpo de Ejército de Toledo; el día 25 cruzó el Tajo, y al día siguiente inició la ofensiva propiamente dicha, ocupando las cotas 520 y 580 mientras avanzaba resuelto por la provincia de Toledo. La guerra había tocado ya a su fin.
Pero atrás quedaba, como advertíamos, un inmenso reguero de sangre catalana vertida en su propia tierra. Militares tan catalanes como los del Tercio de Montserrat, que entregaron sus vidas en acto de servicio antes y después del alzamiento: el capitán de Ingenieros Manuel Adell; los tenientes de Artillería Joaquín Amigó de Bonet y Fernando Anrich; el capitán de Infantería Francisco Arnal Guasp; el brigada de Caballería Juan Barceló Cisquert; el capitán de Ingenieros José María Brusés; el teniente de Infantería Manuel Casadevall; el capitán de Caballería Federico Escofet; o el teniente de Sanidad Andrés Masoig Fontseré.
En el alzamiento militar participaron con el mismo espíritu entusiasta y resuelto grupos de paisanos: muchachos de la Falange, del Tradicionalismo, Renovación Española y Voluntariado Español, que ya estaban de acuerdo con la conspiración. Muchos de ellos se presentaron en el parque de Artillería de San Andrés, en el Regimiento de Badajoz, en el de Caballería de Montesa y en el Primero de Montaña, donde se les proveyó de uniformes y armamento.
Algunos eran jóvenes oficiales de Complemento, que en la Plaza de Cataluña y en la de la Universidad perdieron la vida; lo mismo que en la defensa del cuartel de Artillería de San Andrés. De nuevo apellidos catalanes colmaron la relación de víctimas ilustres, tan dignas del recuerdo como las del bando republicano: Argemí Farrán, Bartrons Sampons, Bertrán Güell, Bosch Barata, Colom Vidal, Corominas Casanova, Doménech Bell, Estrada Calvet, Farriols Catalá, Font Comas, Piñol Font, Roig Llopart, Rovira Jané, Solé Virgili y tantos otros «catalanes de Franco», como los denominamos.
Hubo otros muchos catalanes que no murieron en el frente, sino en la retaguardia. El hecho de nacer en cualquiera de las cuatro provincias catalanas no les preservaba de la muerte. Bastaba con una leve sospecha de su discrepancia con las ideas revolucionarias, con que vistiesen traje o tuviesen un crucifijo en casa, para merecer la pena capital de los tribunales populares. Hombres, mujeres o niños incluso se convertían así en víctimas propiciatorias.
Como los catedráticos Ramón Casamada y Javier Palomas, quienes junto con el profesor auxiliar Tayá Filella pertenecían a la Facultad de Farmacia. Una tarde, hallándose los tres en el domicilio de Casamada, irrumpió en él un grupo de milicianos y se los llevó detenidos a la checa de San Elías, donde poco después fueron asesinados.
El Rectorado de la Universidad, tan diligente a la hora de protestar en otros casos ante el mundo en nombre de la intelectualidad catalana, no tuvo entonces una sola frase de condena ni de dolor siquiera contra la barbarie que acababa de privarle de tres de sus miembros más distinguidos.
Paralelamente, la depuración ideológica en el campo académico no se hizo esperar. La primera lista de destituciones propuestas por el comité de bedeles, mozos y algún estudiante fue la más numerosa; se publicó en el Butlletí de la Generalitat del 16 de agosto de 1936, aunque el decreto llevaba fecha de cuatro días antes. Lo firmaba el consejero de Cultura, Ventura Gassol, si bien las destituciones habían sido dictadas por el rector, Pedro Bosch Gimpera. Catalanes versus catalanes dentro de las aulas universitarias. Véanse, si no, algunas de las bajas decretadas: José María Trías de Bes, Luis Segalá Estalella, Enrique Soler Batlle, Salvador Gil Vernet o José Mur Ainsa. Jueces, magistrados y fiscales tampoco se libraron de las purgas. El paso de la revolución por el Palacio de Justicia se señaló también con un rastro de sangre. La primera víctima inmolada fue el fiscal José Luis Prat, a quien detuvieron los milicianos en pleno día en la Audiencia, asesinándole horas después en la Rabassada.
Antonio Bruyel, magistrado de Primera Instancia del Juzgado número 7, fue sacrificado también junto con su hijo; lo mismo que el fiscal Ezequiel Cuevas y que el también magistrado José Márquez Caballero, que ocupaba el Juzgado de Primera Instancia número 6.
Manuel Goday Prats era uno de los raros supervivientes que aún conservaban sus cabales tras probar, cual conejillo de indias, los abominables artilugios de Alfonso Laurencic, el «arquitecto» de las checas de Barcelona. Goday era secretario del Colegio de Abogados cuando se produjo la sublevación. Conmovido aún por aquel infierno que padeció en la checa de la calle Vallmajor, relató así al fiscal sus tormentos en la checa, al término de la guerra: «Fui introducido en una habitación y, sin que mediase palabra, me golpearon con porras. Cuando estaba ya casi sin sentido, me apoyaron contra la pared, y con unas grandes tijeras de oficina me pincharon en la nuca y me rociaron el pecho con gasolina. Después me arrancaron la corbata, y me prendieron fuego. Las llamas fueron apagándose por sí mismas...».
El médico Juan Juncosa Orga, catalán como Goday, estuvo también en Vallmajor. Aguantó de milagro las torturas todo el tiempo que estuvo allí: del 31 de mayo de 1938 hasta el final de la guerra. Una eternidad.
Entre tanto, miseria, padecimientos físicos y locura habían causado ya estragos en la población, disparando el índice de suicidios. Sólo en los tres años de guerra, los juzgados habían instruido 7.634 expedientes de suicidios consumados y tentativas (1.816 en 1936, 1.671 en 1937, 1.605 en 1938, y 2.542 en 1939), sin contar los millares de casos jamás registrados.
Entre las causas sobresalían los «padecimientos físicos» (2.106 casos en total), los «estados psicopáticos» (1.305) y los «disgustos de la vida» (825), según la terminología empleada por el Instituto Nacional de Estadística. A los supervivientes no les quedó otro consuelo que ingresar en manicomios.
En Cataluña, la Consejería de Sanidad y Asistencia Social se incautó gradualmente de todos los centros psiquiátricos. Entre el Hospital Mixto de enfermos mentales de Vilaboy, la Clínica psiquiátrica de Gramanet del Besós y el Instituto Mental de San Andrés dieron cabida a 5.000 alienados, de los más de 7.000 hospitalizados en toda Cataluña.
Por eso, quienes reivindican hoy un falso victimismo, esgrimiendo que la Guerra Civil fue poco más o menos que un complot militar contra Cataluña entera, olvidan que «los catalanes de Franco» perecieron también valerosamente en el frente o que, sin ir más lejos, sufrieron las consecuencias de las brutalidades cometidas por los revolucionarios en las entrañas mismas de su patria chica, cuando no de las penurias bélicas.
Testigos del calvario en la retaguardia, describían el ambiente exasperante que se respiraba aquellos días, cuando una llamada telefónica o a la puerta, voces destempladas que sonasen cercanas o la brusca parada de un auto detenían los latidos del corazón, comprimiendo el aliento.
No podía existir intimidad en el hogar, mientras no se hubiese alejado al servicio doméstico infiel. Los porteros incurrían en continuas delaciones. Hasta las paredes oían. Caídos en poder de facinerosos, los ficheros de instituciones políticas y religiosas sospechosas de ser antirrevolucionarias, los dirigentes ponían en manos de los sicarios listas interminables de ciudadanos, catalanes o no, en cuyos domicilios irrumpían para engrosar el número de los detenidos, de los torturados, de los muertos. De los horrores cometidos en el castillo de Montjuich daba fe Nicolás Riera Marsá Llambí, que residía durante la guerra en la calle Muntaner número 575 de Barcelona. El testigo era consejero de las populares Industrias Riera Marsá y fue detenido a principios de 1938, siendo recluido en la checa de Julián Grimau, acusado de alta traición.
La familia Torent Buxó, muy conocida en Barcelona por sus ideales católicos y monárquicos, excitó también desde el primer momento la furia asesina de las patrullas. En noviembre de 1936, Elvira Torent Buxó de Mayol, tras ser detenida durante varias horas, fue asesinada en plena calle a las doce de la noche del día 19 de aquel mismo mes, hora en que, bajo el pretexto de ponerla en libertad, la obligaron a abandonar la Jefatura de Policía.
El 17 de febrero de 1937, a primera hora de la tarde, una partida de «patrulleros» se presentó en la finca número 412 de la calle de Muntaner y registró todos los pisos. Como el inmueble era de apariencia suntuosa, el jefe que capitaneaba la partida dijo a sus secuaces: «Detened a todos los hombres que encontréis. En esta casa sólo viven fascistas». Fueron detenidos, en efecto, todos los varones que se hallaban en sus domicilios: Andrés Vendrell Serra, José Farré Escifet y Ramón París Massanés. Este último se encontraba en cama, con fiebre alta. Pero nada importó. Se llevaron a todos los detenidos y aquella misma tarde los ejecutaron sin contemplaciones.
Ser catalán, como la lógica más elemental indica, no era un antídoto contra las balas. José Udina Cortiles y su esposa, Josefa Martorell Carbonell, lo comprobaron, por desgracia, en sus propias carnes. El hombre era profesor de las escuelas de la Casa de Caridad y jamás volvió a saberse de él desde el día en que acabaron también con la vida del matrimonio Carsi-Vérgez, domiciliado en la calle de Aragón número 256. Y como ellos, millares de catalanes cuyo único delito sigue siendo hoy no haber sido republicanos, ser católicos o convertirse en sospechosos de apoyar a los sublevados.
Cambó, el más eficaz aliado de Franco
Si hubo algún político que apoyó de manera eficaz a Franco, no sólo en Cataluña, sino en el resto de España, éste fue Francesc Cambó. Dirigente de la Lliga Regionalista, hombre de negocios y mecenas de las artes (su gran colección de arte antiguo la donó al Museo del Prado), estaba convencido de que sólo desde la política española Cataluña podía alcanzar más poder. Fue ministro de Alfonso XIII en dos gobiernos presididos por Antonio Maura: de Fomento (1918) y de Hacienda (1921). Durante la República, fueron constantes sus enfrentamientos con la ERC de Marcià y Companys, a pesar de que era un claro defensor de la autonomía catalana. Tras el 18 de julio de 1936 –que le pilla en Suiza–, la gente de la Lliga es perseguida, muchos se exilian y otros viven ocultos por temor a la represión de los milicianos por su doble condición de conservadores y católicos. Cambó apoyó el golpe de Franco –aunque no tuvo información de sus preparativos– porque para él era prioritario mantener el orden político y social, pero creía, como todos los de la Lliga, que la guerra sería corta. Dio apoyo económico a los sublevados y lanzó un manifiesto de adhesión para que los militares no tuviesen dudas de su posición. Desde París e Italia inicia un servicio de información que pone a las órdenes de Franco, además de una oficina de propaganda. Entre sus operaciones está el intento de que el Vaticano acabase con su neutralidad, un aspecto que el Ejército franquista no entendía. Edita el libro «La persecución religiosa en España», con prólogo de Paul Claudel, donde se relatan los crímenes que padece la Iglesia. Edita la revista «Occident», con la que remarca el carácter católico de Europa frente al «oriente» comunista. Ganada la guerra, no regresó a España al comprender que Franco no entregaría el poder a los civiles. Muere en Buenos Aires en 1947.
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