Opinión
Mandar por mandar
La vieja iniciativa de Podemos de denunciar a la casta era tan solo un proyecto individual para encontrar el camino que les permitiera entrar a formar parte de ella
He visto entre la gente trabajadora mucho mérito, mucho sufrir con paciencia, una resistencia prodigiosa, esmero y deseos de ser respetable. He visto también la altivez de quienes pensaban ser sus superiores, y no solo la he visto, sino que la he sentido.
Las palabras que acabo de usar no son mías. Las escribió un honesto político inglés, llamado Francis Place, a principios del siglo diecinueve. Formó parte de toda una generación de estadistas ingleses, provenientes tanto de la clase aristocrática como de la plebeya, que proporcionaron a Inglaterra un desarrollo del derecho laboral y del político que la situó a la cabeza del mundo. Francis Place era sastre. Un tipo íntegro y cabal, refractario al sectarismo, reñido con la altivez y el privilegio.
He vuelto los ojos hacia sus palabras este fin de semana después de escuchar las argumentaciones y proclamas con las que se abrió el viernes la nueva asamblea de Podemos. Tras su experiencia de gobierno, que todos presenciamos, uno esperaba cierta humildad. Lamento que no fuera así porque soy de los que piensan que, para funcionar bien, nuestro país necesita una izquierda fundamentada y coherente, una izquierda que proceda de la ilustración y no del romanticismo. Nuestros partidos actuales, por contra, se muestran constantemente viciados de simplismo. La izquierda y la derecha (si es que esas designaciones meramente locativas sirven para algo: sería mejor hablar de conservadores y experimentalistas…) parecen adaptadas a la rutina de mandar por mandar, mientras alimentan una clientela de beneficiados a los que se les exige ser serviles para promocionarse.
La retórica de Podemos no da la sensación de que vaya a alejarse de ese camino que tan mal resultado nos ha dado últimamente. Siguen insistiendo en promocionar figuras que han fracasado estrepitosamente en sus intentos legislativos y regulatorios, lo cual no anima mucho. Sobre todo ahora, cuando, en una de las principales economías del mundo, tiene poder decisorio un tipo que (por decirlo suavemente) tiene una visión un tanto atropellada de las cosas.
El comercio es una escalera empinada. Por ella, se cae a veces mucha gente y toma daño. No por eso hay que acabar con las escaleras, evidentemente, sino simplemente hacerlas más seguras. A todos nos asusta una prosperidad que alterna fases eufóricas con depresivas, pero eso es lo propio de cualquier desarrollo. Las dinámicas económicas siempre avanzan a trompicones. Por eso, precisamente, su manejo impone altas dosis de pragmatismo y sentido cívico. Insistir en no querer asumir esa realidad sancionada por la Historia solo lo hacen los infantes de ocho años. Será inservible, por tanto, oponer meramente a planteamientos atropellados solo otros de signo contrario igualmente atropellados.
El paternalismo manda en todos esos planteamientos, de un bando o de otro. Y cuando la experiencia demuestra que esos paternalismos no sirven para nada, sus defensores buscan explicaciones caricaturescas en las que siempre señalan a alguien como culpable de que sus pronósticos no se cumplan. El chivo expiatorio serán los jueces, el machismo, la Unión Europea, el canal de Panamá o el vecino canadiense.
Pero la realidad de la vida nos dice que abominar del paternalismo no sucede porque seamos despiadados, sino porque es ineficaz e injusto. La igualdad obligada en atuendo, credo e ingresos no es igualdad si es de obligado cumplimiento. Eso se llama uniformidad, que es algo muy diferente y más despiadado que cualquier malestar social. A Fidel Castro le gustaba vestir siempre de uniforme y así acabó en un ridículo chándal. Es mucho más compasivo, creo, olvidarse de esas simplificaciones y asegurar la igualdad de oportunidades y condiciones para que la gente pueda hacer cosas.
Después de haber participado en una tarea de gobierno, podría esperarse que las figuras más mediáticas de Podemos hubieran aprendido como mínimo un par de lecciones básicas. La primera es que no se puede pretender contrapesar la potencia militar de los principales ejércitos mundiales simplemente agitando ante ellos una colección de Barbies y una caja de tampones (o copas menstruales, por defecto). La segunda es que la Historia y la realidad han demostrado sobradamente la aguda observación de Hume en 1751 sobre que los diferentes grados de capacidad, esmero y aplicación de cada persona rompen constantemente la igualdad y que una inquisición rigurosa aplicada constantemente para vigilar toda desigualdad (con la idea de castigarla y enmendarla) degenera pronto en una tiranía ejercida a través de grandes favoritismos.
De su experiencia de gobierno (que les brindaron los votantes y los pactos) habrán sacado el provecho mínimo de haber conocido esas evidencias de primera mano. Así que sería honrado, por parte de esas figuras veteranas, hacérselo saber así a todos sus seguidores y corregir su discurso, matizándolo. Porque si, después de haber visto lo que han visto y de pactar con quien han pactado, siguen recurriendo a los eslóganes simplistas y los esquematismos primarios de cuando empezaron, entenderán que el común de las gentes tengamos una sospecha: que su vieja iniciativa de denunciar a la casta era tan solo un proyecto individual para encontrar el camino que les permitiera entrar a formar parte de ella. O sea, que en realidad a ellos lo que les gusta es mandar por mandar.