Análisis

Nadie al volante

El relato de la supuesta mayoría progresista en la que quería escudarse el Gobierno se ha venido abajo a la primera

Carles Puigdemont
El líder de Junts, Carles Puigdemont, en el Parlamento EuropeoRONALD WITTEKAgencia EFE

Si algo quedó diáfanamente claro para los espectadores de la sesión parlamentaria del martes pasado es que nadie de los que querían sacar adelante los tres decretos-ley estaba allí movido por la idea de defender los intereses de todos los españoles. La maquinaria partidista y de táctica política que visualizaron reflejaba unos movimientos destinados por encima de todo a defenderse a sí mismos. Los partidos de la supuesta mayoría empiezan a parecerse a uno de esos leviatanes mecánicos, rellenos de tornillería, que han perdido de vista los fines para los que fueron creados y se ocupan tan solo de su propia supervivencia.

El relato de la supuesta mayoría progresista en la que quería escudarse el Gobierno (para convencer de que su extraño proyecto de coalición y aritmética de votos tenía pies y cabeza) se ha venido abajo a la primera. Aprobar iniciativas sin Podemos y con Junts (cada día más, el Vox catalanista) es cualquier cosa menos progresista. O bien Sánchez no sabía con quién pactaba en Waterloo, o bien no quería saberlo para no entorpecer sus deseos inmediatos. Junts, que ya era derecha ultramontana, empezó hace meses a virar hacia posiciones maximalistas al ver que la Alianza Catalana de Silvia Orriols (xenófobos sin complejos) les comía el terreno en la plana de Vic, tuétano tradicional del catalanismo, y a Jordi Turull se le empezó a poner cara de Heinrich Himmler en pequeñito.

Obviamente, si hay que conceder privilegios a ese sector para sacar adelante las tareas, está claro que el proyecto de una mayoría progresista de gobierno ha fracasado antes de empezar, si es que alguna vez existió más allá de la fantasía de unos líderes desesperados por conservar el poder. Como no podemos estar dentro de la cabeza del presidente del Gobierno (que, francamente, sería un paisaje digno de ver) solo cabe preguntarse si, una vez a solas y a oscuras, esa noche, antes de dormir, Pedro Sánchez se reconoció a sí mismo lo que todos sabemos: que su empeño en formar gobierno con esos mimbres era un error.

El fracaso de este reciente proyecto progresista recuerda en su andamiaje al fracaso del «procés». Aquí, en Cataluña, cuando el «procés» acababa en sus últimas fases con aquella inmensa olla de grillos y con el fracaso más vergonzoso que imaginarse pueda, los catalanistas moderados barajaban tres teorías para explicar lo que había sucedido y preguntarse si realmente había habido alguien al timón. La primera teoría era que había existido un plan, pero que se les había ido de las manos. La segunda, que no había plan y todo aquello era propio de independentistas sin cabeza. Y la tercera, muy sutil, es que el plan precisamente había sido no tener plan y confiarse a las arengas, las excusas y las justificaciones para sacar adelante las cosas, más mal que bien, de una manera personal. Será una teoría muy sibilina y sofisticada, pero muy poco reconfortante, porque tampoco garantiza la existencia de ningún caudal mínimo de masa encefálica. El espectáculo de la sesión parlamentaria del martes me recordó a esta tercera alternativa.

Yo no soy periodista político, soy solo columnista. Pero he empezado a mirarme a los periodistas de ese tipo con la misma admiración que reservo para los corresponsales de guerra. Hay que tener los nervios muy templados para, ante espectáculos como el del martes pasado, no pensar que a nuestro alrededor todo ha enloquecido y el mundo se cae a trozos. Los cronistas políticos más avezados no daban crédito: Pisarello se confundía al votar, una diputada se quedaba encerrada accidentalmente en la terraza de fumadores y estaba a punto de perderse la votación decisiva, se hacían promesas difusas, inconcretas y delirantes que nadie confirmaba, había empate y se tenía que repetir la votación, etc.

Vayamos comprando palomitas porque el martes todo indicaba que a los españoles nos espera asistir a un repetido espectáculo de bandazos, medidas sin coordinación, ocurrencias de última hora y órdagos en el último segundo. Sánchez parece incapaz de defender el estado y las instituciones. Y las necesitamos intactas para defender a los españoles cuando él –a quien también se le está poniendo cara de Richard Nixon– ya no esté en el Gobierno.