Nos gusta España
«Ni una duda en el servicio a los españoles»
Siendo niño, su padre, el Rey, le dio este consejo. Hoy, es una persona consciente de lo que la vida y la historia han puesto sobre sus hombros y de que su papel institucional es una difícil responsabilidad
Me he preguntado algunas veces, más en los últimos tiempos, si la sociedad española conoce en su más certera dimensión al Heredero de la Corona de España, al Príncipe Felipe. Me he preguntado qué sabemos los españoles de su carácter, de sus sentimientos, de los ideales y valores que guían su vida. Y no estoy seguro de que, pese a la alta valoración que le dan las encuestas de opinión, nuestro aprecio de su persona incluya un verdadero conocimiento de su dimensión más humana, de su auténtica forma de ser.
A veces, me da la impresión de que el Príncipe no tiene prisa en que se le conozca mejor. Será, quizá, por esa cualidad suya según la cual mira y trabaja a largo plazo, gustándole manejar bien los tiempos, porque para él, como en el Eclesiastés, todo tiene su momento bajo el cielo.
Quienes hemos tenido el privilegio y el honor de haber compartido con él horas y horas, como me ha sucedido a mí a lo largo de más de tres décadas, con motivo de sus viajes a Asturias para hacer entrega de los premios que llevan su nombre, sabemos que es, por encima de otras muchas consideraciones, una persona muy consciente de todo lo que la vida y la historia han puesto sobre sus hombros, de que su papel institucional no es un regalo sino una muy alta y muy difícil responsabilidad que ha asumido de forma sacrificada. Y esa convicción suya lo mueve a actuar con prudencia, con esa «luz que no anochece» dicho también con cita bíblica, pero con determinación; con prontitud, pero sin precipitaciones; con bondad y sin descuido. Lo mueve a vivir siguiendo aquella máxima de Saavedra Fajardo según la cual si nosotros no hemos nacido para nosotros mismos, los príncipes han nacido para todos.
Es esa idea personal que creo que tiene Don Felipe la que hace que se sepa obligado a ser riguroso si quiere ser creíble. Sabe, y lo asume con naturalidad y convencimiento, que su imagen pública y su credibilidad dependen de la coherencia con la que actúe, de la correspondencia permanente entre el deber y el ser, aun a costa de renuncias y sacrificios. Más aún en esta difícil e incierta encrucijada histórica que nos ha tocado vivir. Y porque no he hablado con él de este tema, me siento libre para decir que estoy seguro de que sufre y que se siente muy unido a quienes son víctimas en estos momentos de la tragedia del paro y en total sintonía con la preocupación de los españoles por el gran problema de la corrupción. Él, que es una persona austera y sensible a la solidaridad, no puede sino sentir a menudo el mismo desánimo que tantos sentimos.
Escribió Erasmo que no hay cosa que más adentro penetre y se adhiera con tenacidad mayor como las semillas que se plantan en el amanecer de la vida. Y el Príncipe ha sabido recoger de la educación recibida todo lo mejor, para poder transmitir, con generosidad, valores que considera indispensables para una vida digna: lealtad, gratitud, equilibrio, ecuanimidad. Siempre ha admirado a sus padres y, como decimos en Asturias cuando queremos ensalzar a una persona, «es muy buen hijo». Y pienso que está llevando a cabo su difícil labor siguiendo el consejo que siendo muy niño un día le dio su Padre, el Rey Juan Carlos, en un acto público y de especial simbolismo en Covadonga: «Ni un minuto de descanso, ni el temblor de un desfallecimiento, ni una duda en el servicio a los españoles y a sus destinos». Años después, cuando los Reyes y el Príncipe vinieron a Oviedo a presidir el acto de constitución de nuestra Fundación, ya al final del día, en uno de los pasillos del hotel de la Reconquista, el Rey jugueteaba cariñosamente con el Príncipe, que entonces tenía doce años. En un momento, Don Juan Carlos le hizo una inesperada zancadilla a Don Felipe, que este salvo con facilidad. El Rey, feliz, comentó: «Muy bien, muy bien, Felipe. Sabes hacer algo que vas a necesitar mucho». Ahora, su vida se ha visto completada y feliz con la Princesa y la llegada al mundo de sus hijas, que han influido en muchos aspectos, y como es humano, en sus sentimientos más íntimos y han borrado aquella sombra de soledad que en algún momento yo antes sí había percibido en él.
Don Felipe es, también, a mi parecer y creo que es esta una opinión muy extendida dentro y fuera de España, una persona de su tiempo, que conoce en profundidad los entramados de la política y las relaciones internacionales. Recuerdo que mi inolvidable Sabino Fernández Campo le aconsejaba que se informara muy bien, que preparase detalladamente los temas, que se anticipase, todos ellos mandamientos esenciales para ejercer el papel de moderador, pues tiene una especial capacidad para tender puentes y para alentar la concordia. Quizá por ello estudia, reflexiona y piensa mucho antes de tomar una decisión importante; pero una vez tomada, es muy difícil que cambie el rumbo.
Creo que define también mucho la bondad de nuestro Príncipe un hecho que conozco especialmente bien y es la relación frecuente y cariñosa que mantiene con su primer ahijado, el asturiano Felipe López, ahora ya un joven y brillante estudiante, de origen humilde, a quien el Príncipe alienta y pregunta, siguiendo en todo momento la marcha de sus estudios de Derecho y Economía y de su vida. Esa generosidad y cercanía que le sale de una manera natural y espontánea la muestra también con los niños y los ancianos, con quienes tiene una inmediata sintonía y hasta una entrañable complicidad, que tantas veces he presenciado en particular en el día, que tanto le gusta, de la entrega del Premio al Pueblo Ejemplar de Asturias.
Nuestro Príncipe, que tiene un especial compromiso con nuestra Fundación, a la que le gusta definir como una fábrica de sueños y utopías que se cumplen, nos muestra cada otoño con ocasión del acto de entrega de los premios que llevan su nombre su pasión por la poesía, una pasión que creo que lo convierte en el líder mundial que más cita a los poetas en sus discursos.
Lo escribió Ortega y Gasset: «La vida humana tiene que estar puesta al servicio de algo, a una empresa gloriosa o humilde, a un destino ilustre o trivial. Pero si esa vida solo a mí me importa, si no está entregada a algo, caminará desvencijada, sin tensión y sin forma... será una vida sin peso y sin raíz». Creo que este pensamiento traduce, en definitiva, mi idea, que está llena de cariño, de admiración y lealtad, sobre el Príncipe y su compromiso con el reto y la responsabilidad que la historia y la vida han puesto en su camino.
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