PSOE
Sánchez pierde la "baraka"
La tercera victoria en un año contiene la contestación interna, mientras sigan existiendo opciones de mantener La Moncloa.
La tercera victoria en un año contiene la contestación interna, mientras sigan existiendo opciones de mantener La Moncloa.
Se conoce como «baraka». En árabe se corresponde con la gracia divina, quizá una suerte de bendición, que permite –a quien se le atribuye– salvar los obstáculos que la vida le va interponiendo. Pedro Sánchez es un buen ejemplo de ello en política. Su trayectoria pública ha estado plagada de jugadas a todo o nada. Y desde la nada volvió a alcanzarlo todo el pasado 28 de abril cuando ganó por primera vez las elecciones y dio legitimidad en las urnas a la moción de censura. Este efecto –que se difuminó ayer– comenzó con su victoria en las primarias del PSOE en 2014, siendo un desconocido, gracias al impulso del aparato del partido; un apoyo que posteriormente dilapidaría desde la dirección socialista y que fue causa-efecto de que acabara dimitiendo como diputado y líder del PSOE por negarse a abstenerse para investir a Mariano Rajoy. De las cenizas resurgió en una nueva campaña de primarias en la que se enfrentó a Susana Díaz y al mismo aparato que tres años antes le había aupado: venció y se hizo con el férreo control del partido que nunca antes había logrado. Después llegó La Moncloa, vía moción de censura, y menos de un año después, la primera victoria en las urnas para el PSOE en once años. Para las elecciones del 10 de noviembre Sánchez volvía a poner a prueba su «baraka» y esta vez no hubo gracia divina.
Los socialistas pierden 800.000 votos en siete meses, aunque vuelven a ganar. A esto se agarran dentro del PSOE, que exhiben haber sido primera fuerza por tercera vez este año (28-A, 26-M y 10-N) y que las derechas no sumen. Este último punto supone un cierto bálsamo, ya que la gobernabilidad no se antoja más fácil que en abril, pero esta vez sí se intentará gestionar al máximo sus 120 escaños con geometría variable. No se espera una contestación interna mayoritaria, ya que se mantienen vivas las opciones de formar gobierno, pero sí se exigirán responsabilidades. Y en este punto todas las miradas se dirigen hacia el jefe de Gabinete de Pedro Sánchez, Iván Redondo, que fue el principal muñidor de la estrategia de volver a las urnas, frente a un partido que no quería elecciones.
La apuesta era, si cabe, más arriesgada. La repetición de las elecciones era uno de los escenarios que se barajaba en el PSOE desde que la misma noche del 28-A las sumas se tornaran imposibles. La «mayoría solvente» que el PSOE ansiaba, esos 180 diputados con Ciudadanos, no cabía por el rechazo de Albert Rivera y los gritos de las huestes socialistas en la puerta de Ferraz («con Rivera, no»). El camino por la izquierda era también pantanoso. Un Pablo Iglesias que no renunciaba a una coalición que distaba en mucho de los 176 diputados y para los que se necesitaría obligatoriamente a los independentistas en cada votación. «No les entregaremos España», decía un cercano colaborador de Sánchez. La negativa de las derechas a favorecer la gobernabilidad hizo el resto.
Los socialistas se embarcaron en una campaña con las encuestas de cara, hasta los 145 escaños se vaticinaba en un inicio, pero en tiempos de «política líquida» los buenos augurios se fueron difuminando. Hitos como la exhumación de Franco –por la izquierda– y la gestión de la sentencia del «procés» en Cataluña –por la derecha– movilizaron a Vox más que a la «mayoría cautelosa» que el PSOE quería atraer y que es la que permite ganar elecciones.
Esto obligó a que Sánchez cambiara de estrategia y de una campaña enfocada en erigirse como sinónimo de «estabilidad y gobierno fuerte» se fue virando a recurrir de forma insistente a azuzar el miedo a las tres derechas, ante una «ultraderecha crecida y envalentonada» que finalmente se ha hecho realidad. Los españoles han dado la espalda al llamamiento que hizo Sánchez para que volvieran a las urnas y arrojaran una mayoría «más clara», no hay efecto clarificador en estos resultados, en los que desde luego no se premia a la opción del PSOE como la de un gobierno «estable y fuerte» que sea capaz de vencer al bloqueo.
Segunda parte, por Toni Bolaño
Pedro Sánchez ha ganado las elecciones, pero el sabor de la noche es muy agridulce. Más agrio que dulce. Los socialistas se han dejado tres diputados, aunque ha ganado en casi toda España y han consolidado su posición. Sin embargo, en la izquierda española todo ha cambiado. El Partido Popular no va a valorar, ni por un minuto siquiera, una abstención. El aliento de VOX en la nuca hace imposible esta posibilidad. Por tanto, el único que puede ser presidente del Gobierno, el líder socialista Pedro Sánchez, el que ha ganado las tres últimas convocatorias electorales en España –generales, autonómicas, municipales y europeas– tiene que asumir el timón de unas negociaciones complejas y difíciles para formar un gobierno de izquierdas.
Los números son malos, pero Sánchez tiene la obligación de asumir en primera persona esta negociación. Ahora toca poner sobre la mesa la lealtad –también por parte de Unidas Podemos–, la confianza y la colaboración. Pedro Sánchez tiene a su favor que es imposible una alternativa de la derecha. Pablo Casado se ha quedado con el segundo peor resultado de su partido. No ha logrado alcanzar ese «sorpasso» soñado por Teodoro García Egea de 100 diputados, porque el PP le ha puesto alfombra roja a la extrema derecha. Y este es el reto de la izquierda: establecer un cordón sanitario a la antidemocracia que representa Abascal. La izquierda española ha sido pusilánime con VOX y VOX le ha robado la cartera. A la izquierda y a la derecha.
Sánchez no tiene que dimitir. Al contrario, tiene la segunda oportunidad para hacer realidad la victoria de la izquierda. Porque la izquierda ha ganado, aunque se ha dejado algunas plumas, mal que les pese a los que gritan «a por ellos», pero la aritmética es tozuda y tendrán que exhibir cintura política para materializarla.
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