Opinión

El señor de la porra

Entregar las fronteras a los independentistas es como darle un lanzallamas a un niño un poco demente de tres años: no puedes esperar que lo use con criterio

Junts ha conseguido que el Gobierno ceda a Cataluña competencias en inmigración. En la imagen, paso fronterizo de La Junquera
Junts ha conseguido que el Gobierno ceda a Cataluña competencias en inmigración. En la imagen, paso fronterizo de La JunqueraAdrià Salido AFP

No es una interpretación o una síntesis que haga yo de su pensamiento, sino que ese partido de una minoría de mis paisanos llamado Junts lo ha dicho literalmente: «La inmigración destruye nuestra identidad». Vaya por Dios. Otros terraplanistas. En eso se han basado para conseguir de Pedro Sánchez que les entregue el control de la inmigración si no desea que le desalojen de su puesto de poder. Alguien tendría que explicarles con suma paciencia que es precisamente al revés: la inmigración no nos destruye, sino que es precisamente lo que nos construye.

¿Qué tal si se lo contara Salvador Illa, el presidente de nuestra autonomía, plantándose con una mínima gallardía, en lugar de estar tan convenientemente callado sobre el tema?

Está claro que Puigdemont les ha hecho todo un «Zelenski en el despacho oval» a los socialistas. Darle la porra de las fronteras a los independentistas de nuestra región es como darle un lanzallamas a un niño un poco demente de tres años: no puedes esperar que lo use con criterio. Aceptando esas condiciones, un partido que se pretende socialista y socialdemócrata colabora curiosamente con ese bonito ejemplo de racismo de catequesis.

Definir así la inmigración y la identidad, y admitir basar en ello su política administrativa, no es ni socialista ni demócrata.

Porque el primer error de base que cometen es creer que la identidad remite a la historia, a nuestra memoria, a los orígenes. Y es exactamente lo contrario. La identidad hoy en día es fruto de diversas adscripciones subjetivas, individuales y cada día más revocables según la voluntad personal de cada uno. Mis paisanos independentistas confunden identificación administrativa, fundada sobre rasgos externos objetivos del individuo, con identidad, es decir, la producción de sentido de cada vida. Y esos dos procesos funcionan de maneras absolutamente opuestas.

La identificación que lleva a cabo el Estado consiste en localizar, fichar y clasificar a los individuos basándose en datos biológicos objetivos y rastros verificables de su trayectoria personal. Por eso el Estado no debe hablar nunca de identidad, ya que parte de esa visión estrecha, burocrática, taxonómica, de lo que es un ser humano.

La producción de sentido de cada una de nuestras vidas, por el contrario, trabaja en parte con elementos heredados, pero reformulándolos sin cesar según nuestras particulares biografías. Obviamente, es una perspectiva más amplia y realista de lo que somos. Que algún delirante imagine que existen unas esencias, no asegura, ni implica ni garantiza su existencia.

Todo esto que transcribo no son elucubraciones mías, sino cosas que han dicho y explicado brillantemente gentes de tanto peso como Baruch Spinoza. O, en nuestra época moderna, sociólogos y filósofos como Corcuff, Le Bart, Singly o Jean-Claude Kaufmann.

Si a nuestro presidente le queda un rato libre, después de pasarse el día mirándose al espejo para comprobar que sigue siendo guapísimo, haría bien en echarle un vistazo a alguno de esos libros en lugar de buscar apresuradamente los nombres de sus autores en Wikipedia. Sería maravilloso que, con su voz acariciadora que tanto apreciamos los españoles, nos comunicara cuáles son a su parecer los requisitos para ser humano en Cataluña y qué medidas piensa tomar para garantizar esa humanidad. Porque el artículo 2 de la Ley de Extranjería es bastante claro al respecto.

Si no encuentra un momento para hacernos ese regalo de ensueño, puede encargarle la tarea a su ministro del Interior, si es que todavía existe o se ha recuperado del soponcio que le confinó en el lecho precisamente el día en que se anunciaba esa merma de sus supuestas atribuciones.

Nuestro corazón sangra por Grande-Marlaska. Alguien debería animarle a que reúna las fuerzas para dejar de taparse la cabeza con las sábanas y desear ignorar lo que pasa ahí afuera. Puede que su voz no sea acariciadora, sino más bien aflautada, pero incluso en el registro de ese diminuto instrumento musical la población agradecería que se pronunciara al respecto de un asunto que afecta centralmente a su negociado. Le guste o no, le dieron el cargo del señor de la porra no solo para sacarle brillo.

El racismo va a ser el ingrediente omnipresente en todos los retos de inmigración que nos esperan en el próximo mundo cada día más móvil. Mis paisanos independentistas están convencidos de que los catalanes somos genéticamente inmunes al virus del racismo. Si les puede servir de indicador sobre por dónde van los tiros, les contaré que en 2009 me encargaron un texto para una exposición sobre inmigración en la región en el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona. Inocentemente, se me ocurrió comentar que inmigración y racismo siempre aparecen unidos.

A un mandamás del Centro le dio un ataque de caspa, porque no podía admitir que alguien dijera que los catalanes pudiéramos resultar en algún mal momento racistas. Eso complica cualquier diagnóstico, porque para acudir al médico lo primero que debe hacer cualquier paciente es aceptar que sufre enfermedad. Quizá, en lugar de más señores de la porra, lo que estemos necesitando urgentemente sea enfermeros.