Análisis

Soberanías virtuales

El Congreso puede tomar decisiones según la ley, pero el Senado tiene legitimidad para decir la suya en contra

Yolanda Díaz durante el último pleno del Senado.
Yolanda Díaz durante el último pleno del Senado. Gonzalo PérezLa Razón

Desde la transición, llevamos décadas dándole vueltas al papel del Senado en nuestra organización política. Se ha debatido cual era su papel y utilidad. Se ha propuesto a veces convertirlo en una cámara para tratar los asuntos territoriales. Ha habido todo tipo de propuestas y de ideas para modificar su condición. Pero, al final, siempre se ha decidido dejar las cosas como estaban.

Ahora, sin embargo, sí que se está visualizando claramente una función propia de esa cámara que tarde o temprano tenía que ser útil para proteger a la población democrática.

Es una situación transparente: tras las últimas elecciones, el Partido conservador tiene mayoría en el Senado y el Partido socialista -en minoría, pero con apoyos parciales- consigue repetidas mayorías en el Congreso. Si la población repartió de esa manera su voto el 23 J indudablemente se debió a algo. El paisaje es interesante. Confluyen dos trayectorias: la del PP, que va hacia arriba, y la del PSOE, que va a la baja en cada elección que se celebra. En este momento, las dos curvas, ascendente y descendente, encuentran su punto de intersección. De ahí la confrontación entre Congreso y Senado. Pero tal confrontación sería miope pensar que se debe solo a la aritmética. Hay otro factor importantísimo: el gobierno ha tomado una serie de decisiones polémicas que no estaban en el trato con la población de las últimas elecciones.

Tan importante que le resulta a Sánchez el consentimiento en otros ámbitos, resulta que se niega a practicarlo para preguntar a los españoles si están a favor o no de la interesada amnistía del gobierno. Se comentan posibles referéndums minoritarios para los vociferantes de las regiones, pero no se quiere oír ni hablar de hacer un referéndum general y mayoritario para consultar a todos los españoles sobre esas iniciativas de perdón a medida que el gobierno no incluyó en su propuesta preelectoral del verano.

Así las cosas, y sabiendo que hay una objeción mayoritaria de la población hacia ese proyecto, no es extraño que el Senado cumpla su papel democrático y ejerza todas sus prerrogativas para hacerlo patente, dar fe de ello y transmitir la voz de la población que para eso le ha votado. Como esa voz va a ser ignorada para poder sacar adelante sus planes, el gobierno ha entrado acto seguido en una campaña argumentativa donde se da vueltas al tema de en qué lugar reside la soberanía popular, como si se tratara del sexo de los ángeles. Pero la letra de la Constitución es diáfana. El Congreso podrá tomar sus decisiones según ley y apoyándose en la matemática de pactos y prebendas, pero el Senado tiene toda la legitimidad para decir la suya en contra. Lo cual es útil y significativo. Inocultable.

Es por razones parecidas por las que muchos de mi generación vimos ventajas durante la transición en el proyecto de un sistema de administración autonómica. Para aquellos que habitábamos regiones con fricciones entre los grupos de poder étnicos locales y la mayoría de la población sobrevenida, el sistema autonómico nos garantizaba que el poder central vigilaría los excesos del caciquismo y el poder autonómico nos protegería de los excesos de centralismo. Cada sistema administrativo vigilaba al otro y la expectativa era que se equilibrarían en un doble mecanismo de defensa para la población ante los excesos de cualquier poder.

Por eso es vano, e intelectualmente ridículo, entrar en debates sobre donde reside la soberanía, como si fuera una señorita de otras épocas a la que se pueda invitar a cenar para ver si luego la hacen suya. La soberanía popular es un ente abstracto que, con bastante buen sentido, hemos repartido administrativamente para que nadie pueda presumir de poseerla en exclusiva. Pretender darle una forma exclusiva es como querer establecer unas relaciones con la soberanía parecidas a aquellas relaciones sentimentales que florecieron (y que aún perviven cándidamente) al principio de la llegada de internet: las relaciones virtuales. Se trataba de parejas virtuales que no resistían la prueba de la convivencia. Y, al final, los que las querían prolongar siempre se encontraban con que al otro lado solo había, o bien un posible caso patológico, o bien cualquier tipo de iniciativa malintencionada.