El desafío independentista
Un proceso kafkiano: Cataluña simula decidir su independencia
Nadie diría que Barcelona es el epicentro del «proceso». Hoy es el día en que Cataluña va a decidir su independencia del resto de España. O que va a jugar a simularlo.
Nadie diría que Barcelona es el epicentro del «proceso». Es un sábado gris y lluvioso que no anticipa ningún acontecimiento histórico, a pesar de las banderas en los balcones, algo descoloridas, y las mesas informativas de la ANC con sus voluntarios de monacal severidad. A pesar de ese ambiente monótono, hoy es el día en que Cataluña va a decidir su independencia del resto de España. O que va a jugar a simularlo. Pero hay algo anormal en esa normalidad. Es como si la cabeza hubiese crecido más que el cuerpo, como si la maquinaria nacionalista fuese superior a la sociedad y ésta sea incapaz de digerir todas las órdenes que le envía un cerebro atrofiado por miles de funcionarios dedicados a mantener engrasado el conflicto. El sentido de ser de esta máquina es estar en constante funcionamiento, sin dar respiro, en permanente movilización. Sin saber qué ha pasado a lo largo del «proceso» es difícil entender la mutación que, en tan sólo dos años, se ha producido en la sociedad catalana.
Conviene hacerse dos preguntas previas: qué es un proceso y saber cuándo empezó realmente el que denominamos «proceso soberanista» catalán. Un proceso político es un devenir que nunca se interrumpe, que no tiene fin, que no cesa, ni de día ni de noche. Sobre esta definición académica impera la idea que Kafka narró en «El proceso», precisamente, la historia del desdichado Josef K., que nunca supo el delito del que se le acusaba y acabó envuelto en una maraña de la que no pudo salir y ni siquiera identificar a quienes manejaban los hilos de esa conspiración permanente. La palabra es maraña. ¿Cuándo empezó el proceso en Cataluña? Algunos sostienen que con la llegada misma al poder de la Generalitat de Jordi Pujol con su idea-fuerza de «hacer país», cuya versión en la etapa actual sería «construir estructuras de Estado». Para otros, tras el Gobierno tripartito y la amarga constatación de que por encima de izquierda y de derecha no había más alternativa que el nacionalismo, su plena hegemonía y omnímoda presencia: nada queda fuera de su influencia.
Hay muestras de que cuanto más se alargue el «proceso», cuanto más lento sea el destilado, cuanto más se exprima el sentimiento de pertenencia y agravio, más puro y fuerte será el resultado, más amargo o dulce, depende de quien lo teme. Pero será venenoso. Todo proceso de construcción nacional acaba mostrando su lado más excluyente, chovisnista y de indisimulables tics xenófobos. No faltan los episodios cómicos, también patéticos. Hasta hace poco, se podía vivir conjugando a partes iguales ser español y catalán, ser catalanista y sentirse una parte de España (locomotora, vanguardia, modernidad...), incluso ser un ciudadano que miraba con distancia y escepticismo la política, pero el terreno de juego político se fue estrechando hasta delimitar bandos tan precisos y de burocrática denominación (¡cuánto le debe el «proceso» a los burócratas!), como soberanistas frente a unionistas. El alambique siguió buscando el licor más puro, hasta llegar a la división entre demócratas (los que apoyan la consulta del 9-N) frente a antidemócratas (y españoles, por definición), que es donde nos encontramos ahora. Así hasta retroceder a un ámbito más religioso que político, más como pueblo redimido que como ciudadanía crítica. El pasado 3 de octubre, unos 60 sacerdotes firmaron un manifiesto pidiendo votar el 9-N. Este fue su argumento: «Cuando se afirma que Cataluña no tiene derecho a la autodeterminación y que sería ilegal la consulta, se está usando la ley para impedir un derecho fundamental que es anterior y superior al ordenamiento jurídico vigente». ¿Un derecho fundamental que es anterior y superior a ley vigente? ¿Los Diez Mandamientos? ¿Qué derecho debe ser ése? Como es lógico, estos religiosos no podían expresar mejor la filosofía política que inspira el 9-N. Por lo tanto, como le pasó a Josef K., es muy difícil, casi imposible, sortear la gramática nacionalista. El último caso que excede cualquier ansia de apropiarse del ámbito de los vivos es meter las manos en el mundo de los muertos. Veinte figuras de la política y la cultura muestran la fotografía de otras tantas personalidades ya fallecidas que «han luchado por la democracia y la catalanidad». La campaña se llama «Votaré por ti». Al margen de la selección (y, claro está, de las ausencias motivadas por la negativa de las familias a colaborar en semejante operación de propaganda...), lo significativo es lo que el Nobel de Literatura Saul Bellow denominó «nacionalismo integral»: el poder de los muertos sobre los vivos. Como judío, recordaba que el fanatismo es invocar derechos eternos, de la misma manera que la Generalitat y su élite cultural invocan la guerra entre austracistas y borbónicos de hace 300 años para atribuirse una legitimidad más allá de la que otorgan las leyes.
«España contra Cataluña»
El nefasto congreso de historia «España contra Cataluña» sólo aportó argumentos para el odio. El historiador Josep Fontana, blasón del comunismo más ortodoxo, hoy enfervorecido nacionalista, ha dicho en una reciente entrevista: «Mil años nos ha ido haciendo diferentes». A catalanes y españoles, claro. Pero se entiende que esa diferencia debe de ser también con franceses, italianos, alemanes... ¿Diferentes? ¿Hablábamos de xenofobia? Sigue el proceso, pero, poco a poco, se retrocede hacia un arcano de pureza que no todos pueden acreditar, claro. Se ha recuperado una vieja canción, «L’Estaca», de los años del postfranquismo (qué tiempos aquellos bailando sardanas en Montserrat), ahora como himno, y se interpreta con arrobo y sin sentido del ridículo frente a los pueblos verdaderamente oprimidos. A Raimon se le vapulea en las redes sociales y en otras tribunas oficiales por poner en duda el «proceso».
En diciembre de 2012, un actor de obediencia nacional –especialista en imitar al Rey Juan Carlos– pidió el boicot para la obra de teatro que la actriz Carmen Machi representaba en el Teatre Lliure de Barcelona: «Ha firmado con los “intelectuales” españoles contra el derecho a la autodeterminación de Cataluña». La reprobación –fracasada– de la Universidad de Girona a la magistrada del Constitucional Encarnació Roca para retirarle el Honoris Causa por la admisión del recurso contra el 9-N. Buenos y malos catalanes. El «proceso» sigue. En el «Libro blanco. Barcelona, capital de un nuevo estado», memorial de chovinismo «cool» editado bajo el auspicio del alcalde de la ciudad, se lee que Barcelona «podría convertirse en un Silicon Valley mediterráneo», o que, haciendo gala de un paternalismo enternecedor, «habrá que gestionar con paciencia y generosamente el “duelo” que necesariamente se vivirá en ciertas partes de la población...(después de la independencia)». Otro Libro Blanco, el de la Transición Nacional, publicado por la Generalitat, dice en su punto 3.1 que «será decisivo encontrar las mejores fórmulas de respeto a las minorías nacionales, culturales y lingüísticas que determinarían la hipotética realidad de una Cataluña independiente». Gracias. El «proceso» no ha acabado.
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