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Una nueva etapa, por Dolores Delgado

Imagen de un ejemplar de la Constitución Española de 1812
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Este cuadragésimo aniversario de la Constitución Española llega en un momento en el que se produce un cierto cuestionamiento tanto de su contenido como del proceso histórico de transición a la democracia. Frente a quienes hablan de la crisis de los cuarenta, rechazo recurrir a banalizaciones que nos pueden llevar a tomar decisiones erróneas de perjudiciales consecuencias futuras.

Cuando defendemos una actualización constitucional, conviene precisar de qué hablamos. Con la Constitución de 1978, los españoles decidimos superar dos siglos de experiencias constitucionales fallidas, una guerra civil terrible y cuatro décadas de dictadura franquista. La sociedad quiso y supo dotarse de un texto fundamental que rompió con siglos de dinámica fratricida, maniquea y convulsa, y apostó por valores sociales, de pluralismo, respeto y convivencia.

La lista de éxitos de la Carta Magna no cabe en este artículo, pero conviene recordar algunos. Su Título I recoge un catálogo de derechos fundamentales homologable a la Declaración Universal de Derechos Humanos, con un sistema de garantías equiparable al mejor de los existentes en cualquier otra democracia. Un texto abierto además al aire fresco de los grandes tratados internacionales, oxígeno que ha enriquecido el imperio de los derechos fundamentales y lo ha adaptado a la nueva realidad de este inhóspito siglo XXI.

Su vocación internacionalista impulsó la integración de España en la Unión Europea, una revolución positiva en todos los niveles. La descentralización del poder político en nacionalidades y regiones ha proporcionado altos estándares de bienestar a las ciudadanas y ciudadanos de cada territorio, que ven atendidas sus necesidades concretas siempre en el marco del principio de solidaridad entre todos.

Esos y otros elementos –no quiero olvidar la constitución de un Poder Judicial independiente como nunca antes lo había sido– hicieron de la Constitución un instrumento transformador de la realidad social, política, económica y cultural de España. Es la guía que ha orientado la evolución de nuestro ordenamiento jurídico y la vara usada para medir la legitimidad de la actuación de los poderes públicos. Ha asegurado la convivencia social, ha promovido el desarrollo económico y social y ha dado estabilidad al sistema político.

En 2018, España es una democracia consolidada equiparable sin complejos a las más avanzadas de nuestro entorno tras cuarenta años que son ya el periodo democrático de libertad y progreso más extenso y fructífero de nuestra historia. Prueba del éxito del modelo constitucional es que hoy nadie siente la necesidad de dar respuesta a los problemas que atenazaban a la sociedad española en 1978. Como escribió Pablo Neruda, «nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos», nuestra realidad es muy distinta y debemos buscar soluciones a problemas nuevos propios de las sociedades más modernas y avanzadas.

El Estado social y democrático de Derecho anhelado en 1978 ha evolucionado a un Estado del bienestar que incorpora derechos sociales al catálogo constitucional. La transformación afecta a las funciones de los poderes públicos, a su propia legitimación, así como a los circuitos de representación política de la ciudadanía. Es el momento oportuno para revisar la Constitución, porque, como nos enseñó Bertolt Brecht, «la crisis se produce cuando lo viejo no acaba de morir y lo nuevo no acaba de nacer».

La oportunidad llega ahora pese al clima de crispación política que ha contagiado a la sociedad: los pactos se alcanzan desde el desencuentro, y no hay que confundir disenso con conflictividad ni complejidad con inmovilismo. Con el ejemplo que nos dieron los constituyentes durante la transición, debemos buscar espacios de calma reflexiva en que se pueda hablar de todo para buscar una solución constitucional válida para todos. Las reformas constitucionales importantes nunca se producen en momentos propicios, sino en periodos de controversia que no impiden los acuerdos. La conflictividad es inherente al pluralismo democrático y no debe afectar a la eficacia y estabilidad de las instituciones.

El pacto constituyente de 1978 mostró la generosidad, madurez y responsabilidad de un pueblo que ganó la democracia y la libertad con un texto elaborado por todos, y por todos aceptado a lomos de una sociedad que reclamaba nuevas pautas de convivencia. Y ahora somos nosotros, los sucesores y sucesoras de ese pueblo, los que debemos seguir ganándonos la democracia, mirar al futuro con audacia y consensuar una reforma que permita a la Constitución mejorar su condición de instrumento que articule la convivencia de una sociedad libre, justa, igualitaria y plural.

A las generaciones presentes y futuras debemos ofrecerles un gran pacto de futuro, una propuesta inclusiva que asegure la concordia y ofrezca estabilidad y seguridad, una nueva etapa que prorrogue la actual otras cuatro décadas al menos. Si pensamos la reforma de la Constitución en el mismo ambiente de respeto, concordia y tolerancia que enmarcó su nacimiento en 1978 podremos repetir un éxito del que, cuando cumple cuarenta años, todos debemos sentirnos legítimamente orgullosos.