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Circulen, circulen, se acabaron las Navidades. Aquí ya no hay nada que ver

Lo que más me gusta del día de Reyes es que se acaban las Navidades.

Sí, ya sé que ahora es tendencia la actitud de Grinch, como si a todos nos hubiese dibujado Dr. Seuss. Que ser feliz no es trendy. Pero yo, que siempre llego a las modas demasiado pronto o demasiado tarde (utilizo manoplas en lugar de guantes) llevo desde la infancia odiando la Navidad. Ebenezer es mi segundo nombre y Scrooge mi tercer apellido. Y estoy insoportable desde el 23 de diciembre hasta el 6 de enero, ambos inclusive, año tras año. Sin desfallecer. Un respetito.

Es por eso que en estas fiestas tan entrañables todo me molesta especialmente. Que Elena Tablada se fotografía en el monumento al Holocausto en Berlín, embarazada, y sube una foto a su Instagram con el hastag “babyintheoven”. Yo me indigno. Que ahora está feo decir “padre” en un artículo y tienes que tirarte dos minutos de reloj para soltar un correctísimo “el otro progenitor distinto a la madre biológica”. Yo me irrito. Que se comparte en redes un articulito resumiendo la historia de la fotografía en quince fotógrafas random diciendo en los primeros párrafos que las mujeres se han visto, en esta disciplina, invisibilizadas, maltratadas y ninguneadas. Yo me enojo.

Esa soy yo, en Navidad, desde que tengo uso de razón. La peor versión de mí misma.

Estas fechas me ponen de muy mal humor, creo que ya lo he dicho. No me apetece que me hable nadie, me irrita la felicidad. Eso sí, yo todos los años pongo el árbol (uno muy barroco, muy en oro y rojo, con muchos lazos y muchas bolas) al lado de la chimenea. Que una cosa es ser una desabrida y, otra muy distinta, que no mole la parafernalia. Antes lo ponía natural y luego lo plantaba en el bosque. Hasta que un año me di cuenta de que no sobrevivían, que había conseguido crear una microbosque de árboles muertos dentro del propio bosque y que daba un poco de miedo. Así que ahora pongo uno artificial que haría que Greta echara espumarajos por la boca y le girase la cabeza. También cuelgo en la puerta de casa una corona de acebo. Y en la ventana pongo una flor de pascua que, le agradezco el detalle simbólico, siempre se muere porque olvido regarla o porque la mordisquea el gato. Pongo la mesa esos días con manteles de dibujitos navideños, hago regalos a la gente que quiero, como chocolate como si esas fuesen las últimas existencias, relleno un pavo, veo “Los Gremlins” una y otra vez. Todo ello con cara de asco. Este año incluso he felicitado el 2020 a algunas personas (podría contarlas con una mano) y, atención, no me dormí antes de las uvas. Creo que me estoy volviendo una sentimental.

También estuve a punto, para compensar, de quemar la cocina. No sé exactamente cómo lo hice, pero la combinación de los ingredientes elegidos por mí en un momento de inspiración gastronómica (y enajenada, por lo visto) dio como resultado una cantidad asombrosa de fluido no newtoniano que, sometido a cierta presión dentro de la Thermomix, cerquita estuvo de quemarla. Qué paradoja que resulte tan fácil incendiar una casa entera y que sea tan complicado encender una chimenea. Pero mira, podría ganarme un sobresueldo testando aparatitos en casa y descubriendo sus límites de seguridad.

Todos los años planeo largarme. Porque yo la Navidad la anticipo, proyecto, y empiezo a estar por momentos más huraña de lo normal allá por finales de octubre. Esa es la señal y es entonces cuando me lanzo a buscar destino. Luego siempre me quedo porque me da pereza sacar los billetes y planear el viaje. Pero la de guías de lugares extraños a los que jamás he ido que me he comprado yo, madre. Aunque esto lo arreglo liando a mi amigo Santiago y escapándonos juntos el año que viene. Voy a dejarme una autoindicación en la agenda de 2020, último finde de octubre, y que él se ponga una alarma.

También me da por ordenar las muertes dramáticas de personajes famosos en un necrorranking que varía según los detalles del deceso y de cómo tenga yo el cuerpo. Los números uno, dos y tres permanecen inmutables aunque roten, nadie los supera. Es que ya nadie muere como se moría antes. Pero el resto varía año tras año. Dependo de las novedades, claro. Pero Victor Noir, Lupe Vélez y Esquilo, de momento, son imbatibles.

Iba a contar hoy aquí, sin ir más lejos y por persistir en mi murria navideña, la historia de mi muerte dramática favorita de todos los tiempos este año. La número uno del necrorranking. Me ha hecho desistir de ello, sin embargo, la reacción de un amigo al contárselo. Le he dado todos los detalles, entusiasmada, de cómo Lupe Vélez planeó su “me bajo en la próxima” y sus catastróficas e inesperadas consecuencias y, al terminar mi oda a la más maravillosa muerte torpe del mundo, su reacción ha sido preguntarme si lo consideraba un buen tema para Reyes. “Me parece inmejorable”, he dicho yo muy segura, porque prefiero mil veces hacerme un Víctor Noir que mostrar indecisión alguna. Pero luego me he quedado ahí, con el tolecito dando vueltas en alguna región del cerebro encargada de gestionar (mal) las inquietudes y los desvelos y, oye, que al final no me parece tan buena idea. Y ni siquiera me queda ya, encima, espacio en la columna para contarlo. Pero estoy bien, estoy bien.

Otro día será. Quizás otras Navidades. Ya veremos.

Ah, sí, y feliz 2020.

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