Familia

Las víctimas de las víctimas

“La víctima es el héroe de nuestro tiempo”. Con este apotegma abre Daniele Giglioli su imprescindible “Crítica de la víctima”. Y tiene más razón que un santo.

“La víctima no ha hecho, le han hecho; no actúa, padece”, apunta Giglioli. Y ese padecer suyo, su propia condición de inocente, nos señala al resto como causantes de su mal y, por lo tanto, culpables. Si existe una víctima existe, invariablemente, un responsable, un artífice de su sufrimiento.
“La víctima no ha hecho, le han hecho; no actúa, padece”, apunta Giglioli. Y ese padecer suyo, su propia condición de inocente, nos señala al resto como causantes de su mal y, por lo tanto, culpables. Si existe una víctima existe, invariablemente, un responsable, un artífice de su sufrimiento.larazonlarazon.es

Les cuento una anécdota ocurrida hace años, aún a riesgo de que un señor de Galicia que lleva cuatro años viviendo en Cataluña me afee la conducta por, como poco, sembrar el odio u ofender a las familias. A saber.

Hace años, más de los que yo quisiera, me dirigía yo hacia la facultad en bus. El 71, lo recuerdo como si fuera ayer. Era circular y más de una vez di dos vueltas por quedarme sopa. Como para olvidarlo. Iba yo mirando ensimismada por la ventanilla, con ese soporcillo molón que te da el solete de invierno cuando incide a través de un cristal en tus ojos, con la modorra del movimiento, cuando de pronto alguien se sentó bruscamente en el asiento de al lado dándome dos golpecitos en el hombro. Odio que me den golpecitos en el hombro. Y más si es un desconocido. Apuntad: nunca, jamás, si nos cruzamos por la vida, me déis golpecitos en el hombro.

Me giro y allí estaba una muchacha que conocía de vista de una de las clases. “¿Por qué nunca hemos quedado? ¿Por qué nunca me avisas para ir a la cafetería?”, me dijo. Si no me froté los ojos, debería haberlo hecho, porque el tono era tosco. No sé, nunca habíamos quedado porque no éramos amigas, porque no habíamos cruzado más de dos frases o tres en algún descanso. No le había dicho de bajar juntas a la cafetería porque yo siempre estaba en la cafetería, no podía bajar a donde ya estaba, y nunca le decía a nadie que me acompañara. Me cruzaba con unos y otros y compartíamos charlas y risas sin convocatoria previa. No eran tiempos de protocolos ni burocracias. Podías sentarte en la mesa de cualquiera sin preliminares. Podías, de hecho, incluso sentarte en la mesa de un tipo a tomar un café o una cerveza con él sin ser una zorra, y ellos podían hacerlo en la tuya sin estar cometiendo acoso. Qué tiempos locos aquellos. Si no tartamudeé al contestar, debería haberlo hecho. Porque explicar esas obviedades merecen ornamento, como mínimo.

Tras mis torpes explicaciones, la moza en cuestión me espetó un sonoro “Es porque soy negra ¿verdad?” que me dejó picueta perdida. ¿Negra? En realidad yo, que soy de natural despistada, me había fijado en el color de su piel tanto como en el de sus ojos o su camiseta. De hecho, ya que lo decía, yo la veía más bien ligeramente bronceada, algo más que yo, que soy de un blanco lechoso francamente preocupante en determinadas épocas del año. Pero no negra. Marrón, a lo mejor. Café con leche, quizás, con más café que leche. Ligeramente avellana, tal vez. Nunca negra. También es verdad que yo sufro de un daltonismo epidérmico que me inhabilita para ejercer el racismo por razones de ineptitud, meramente. Ni queriendo podría yo serlo porque primero tendría que dirimir, pidiendo una segunda opinión, contra quién voy de entre varios sujetos de diferentes tonos. Me voy por las ramas, lo noto.

La zagala estaba convencida de que yo no era su amiga debido al color de su piel. Tuve que sacarla de su error señalando que no era eso en absoluto. Que simplemente me parecía una cretina; del color que fuera, pero cretina al fin y al cabo, y ejercía mi derecho a seleccionar mis amistades. Pero aquello me resultó sintomático de lo fácil que nos es a veces pensar que el motivo de lo que nos acontece se debe a causas de las que somos irresponsables: nuestro color de piel, nuestro género, nuestra orientación sexual, nuestra posición social… Y eso, en estos tiempos, se ha ido acentuando y generalizando. Elevamos la nota biográfica, el apunte a pie de página de nuestro devenir vital, en la causa de que todo nos vaya peor de lo que estimamos justo. Y, no solo ese victimismo nuestro nos legitima y eleva, nos avala, sino que además nos exime de culpa o responsabilidad.

“La víctima no ha hecho, le han hecho; no actúa, padece”, apunta Giglioli. Y ese padecer suyo, su propia condición de inocente, nos señala al resto como causantes de su mal y, por lo tanto, culpables. Si existe una víctima existe, invariablemente, un responsable, un artífice de su sufrimiento.

El mundo, la realidad poliédrica en la que nos movemos, es mucho más compleja, más complicada, que la explicación sintetizada de chapa y camiseta de “es porque soy mujer”, “es porque soy negra”, “es porque soy gitana”, “es porque soy gordo”, “es porque soy gay”, “es porque soy pobre”, “es porque soy diseñador gráfico” o “porque tengo pelusas en el ombligo”. Reducir todo, absolutamente todo, a un phatos vergonzante es, no solo insultante para el ciudadano medio, sino estéril e inútil. No pierdan el tiempo y no nos lo hagan perder a nosotros.

Ahora mismo, en este mismito momento, la mitad de la sociedad es mi pseudoamiga de la facultad y, la otra mitad, somos mi yo pretérito, perplejo y adormilado, acorralado contra la ventanilla del circular 71: culpables por descarte, damnificados del sufrimiento ajeno. Víctimas de las víctimas.

Un respeto, por favor. Y no nos fastidien el solete.