Literatura

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No hay Domingo plácido (perdón por el chiste)

A pesar de lo sucedido, cuando Plácido Domingo reapareció en España, el Auditorio Nacional de Madrid le ovacionó durante largos minutos
A pesar de lo sucedido, cuando Plácido Domingo reapareció en España, el Auditorio Nacional de Madrid le ovacionó durante largos minutoslarazonEfe

Aún así hay quien se resiste y, ante el estupor de una parte considerable de la población, decide hacer un llamamiento en nombre del periodismo para que cualquiera que guste denuncie, anónimamente y a través de un mail habilitado para tal fin, cualquier caso de abuso o acoso por parte de un personaje famoso. Cuanto más relevante, mejor. Ellos ya ponen el resto. ¿Os recuerda a algo?

Placido Domingo es un acosador y un abusador sexual. Así es y así lo digo. Alto y claro. Sin atisbo de duda. Porque lo han declarado en un medio, treinta años después, nueve mujeres desde el anonimato y sin aportar ninguna prueba más allá de su propio testimonio. ¿Quién podría dudar lo más mínimo? Julio Iglesias, Alejandro Sanz, Alex de la Iglesia y Antonio Banderas son unos acosadores y abusadores sexuales.

Lo digo porque lo sé. Nueve mujeres, cuyos nombres no puedo dar porque desean permanecer en el anonimato, se han puesto en contacto conmigo y me han narrado los episodios acontecidos en los años noventa. ¿Por qué dudarlo? Pues porque me lo acabo de inventar. Nueve mujeres inexistentes ideadas por mí no me han narrado los hechos que jamás sucedieron. Y yo vengo y lo cuento. Sin despeinarme siquiera.

Y esta gansada de inicio debería ser suficiente, por comparación, para evidenciar la inconsistencia del caso. Llevamos casi una semana hablando de nada, de algo totalmente nimio, fútil, insustancial. Algo irrelevante si no fuera porque ya le ha costado al tenor la anulación de algunas actuaciones y que ha puesto en entredicho su reputación. No sería nada de no ser por ese pequeño detalle. Un “alguien ha dicho algo” elevado a categoría de “notición” por la obra y gracia del “yo te creo, hermana” y los últimos coletazos de un #metoo en horas bajas que cada vez nos tiene más hartos a todos.

Aún así hay quien se resiste y, ante el estupor de una parte considerable de la población, decide hacer un llamamiento en nombre del periodismo para que cualquiera que guste denuncie, anónimamente y a través de un mail habilitado para tal fin, cualquier caso de abuso o acoso por parte de un personaje famoso. Cuanto más relevante, mejor. Ellos ya ponen el resto. ¿Os recuerda a algo? Julio Valdeón lo llama “Estalinismo Soft” y yo se lo tengo que robar porque no puede ser más acertado el término.

El no-caso de las nueve desconocidas sin nombre (ocho anónimas y una mezzosoprano venida a menos que pasaba por allí) es de traca. Los deleznables hechos que se denuncian, en el caso de Patricia Wulf, la única que da su nombre, es que Plácido Domingo se acercaba demasiado, bajaba la voz y preguntaba si tenía que irse a casa. Reconoce que jamás la tocó ni le propuso nada. La felicitaba al final de la función. Qué atrevimiento. Donde yo podría ver, en todo caso, un intento de coqueteo más o menos insistente, ella ve un acoso digno de denuncia pública treinta años después. Porque eso le supuso a ella serias dificultades para relacionarse con hombres, pero no tanto como para no utilizar el nombre del tenor para hacerse publicidad. Qué lío esto de los traumitas.

Solo una de las anónimas y traumatizadas denunciantes admite haber tenido relaciones sexuales con el tenor y lo hizo, agárrense que vienen curvas, porque “¿Cómo le dices no a Dios?”. A mí, que una mujer adulta reconozca de esta manera que no supo decirle que no a alguien por su estatus, me suena más a erótica del poder o a incapacidad para gestionar sus propias emociones que a otra cosa. Y entiendo que si la otra parte no recibe un NO, ni una sola señal de que aquello que está ocurriendo debería cesar, piense que lo que sucede entre adultos es consensuado y plenamente consentido. ¿Cómo se puede pensar lo contrario?

Leídos todos los testimonios sin rostro, sino nombre, sin pruebas, yo como mucho lo que atisbo a apreciar es un galanteo, un coqueteo, un intento de conquista más o menos torpe, más o menos insistente. Podría ser incómodo, desagradable, inoportuno, molesto. Incluso dando por buenos todos los testimonios, sin pruebas ni nombres, a lo loco y acto de fe mediante, lo máximo que puedo llegar a ofrecer es un Plácido Domingo como típico baboso, persistente e insufrible, que se siente irresistible y trata de yacer con toda moza apetecible con la que se cruza. Sería un ser deleznable, sí, pero no un criminal. Un molesto Don Juan ejerciendo su derecho a importunar.

Yo lo que veo, los hechos, lo que sé y no lo que creo, es que nueve mujeres, ocho de ellas sin nombre ni rostro, aseguran que hace treinta años un hombre las acosó, afirmando que eso ha destrozado sus vidas y sus carreras. Y que un montón de irresponsables al grito de “yo te creo, hermana”, sentencian que eso es suficiente para acabar con una reputación y una carrera.

No conozco a Plácido Domingo y no podría poner mi mano en el fuego por él. Apenas podría ponerla por mí misma y por cuatro personas más un día que me levante generosa. Pero mi amigo T, a quien adoro y en quién confío, sí le conoce. Mi amigo T existe, tiene nombre, rostro y pruebas, y dice lo siguiente sobre el tenor:

“... yo he tenido el privilegio, la inmensa alegría, el honor de compartir con él días y noches de trabajo –y trabajar con Plácido es exponerse a una segura extenuación– y tiempo de vida. De la mejor vida; esa que por fortuna (cuando la fortuna más se asemeja a lo que San de la Cruz nos cuenta sobre la Gracia de Dios) se comparte con seres excepcionales. Y he visto cosas que vosotros podríais creer con la mayor facilidad. Cosas tales como que no es él quien acosa –¡sorpresa!–, sino el acosado. Y que su paciencia, que sabe revestir de la más exquisita galantería, es inacabable; y que su habilidad para desenredarse sin ofender de brazos, escotes imposibles, boquitas pintadas, minifaldas, poses de seducción y declaraciones de amor más allá de la muerte, es sólo comparable a su asombrosa capacidad para emocionar con la voz. Su voz irrepetible, ese regalo inmerecido que hemos disfrutado sus contemporáneos y que le fue negado, por la fuerza del destino, a Verdi, a Wagner, a Puccini... Un regalo felizmente duradero que ahora un imbécil del tres al cuarto, un meapilas de lo suyo, un miserable, quiere negar a los ciudadanos de Los Ángeles. Y si, le gustan las mujeres. Las adora. Siente por ellas el mayor y más profundo respeto”.

Y yo creo que no sería capaz de acabar mejor esta columna que con esas palabras suyas.