
Psicología
Soledad es intimidad y no hambre de compañía
Poniendo condiciones a las relaciones es imposible que haya generosidad o entrega.

El culmen de la creación del ser humano es manifestarse como individuo, un Ser autónomo valiente, íntegro e interdependiente. O sea, el equilibrio emocional y mental no viene de conseguir ser autosuficientes ni tampoco de depender adictivamente de otros sino de la sana interdependencia con quienes nos rodean.
El culmen de la creación del ser humano es manifestarse como individuo, un Ser autónomo valiente, íntegro e interdependiente. O sea, el equilibrio emocional y mental no viene de conseguir ser autosuficientes ni tampoco de depender adictivamente de otros sino de la sana interdependencia con quienes nos rodean. El alimento del individuo en equilibrio es doble:
-Ser lo que Somos en cada momento, conectando con nuestros valores que desarrollan nuestra integridad
-Interdependencia sana entre humanos.
Dependemos de asumirnos como individuos al tiempo que inter-dependemos de otros en nuestros afectos. La interdependencia hace alusión a la relación desinteresada entre nosotros, pero no alude a la dependencia mal entendida que suele conllevar interés o conveniencia.
Veamos:
Esta burda caricatura de la dependencia entre seres humanos se nota en la exigencia y la condición en las relaciones: no doy nada a cambio de nada sino esperando recibir lo que doy e incluso más. Vivimos sin saberlo en el paradigma de la condición. Poniendo condiciones a las relaciones es imposible que haya generosidad o entrega. Por lo que el interés y la usura hacen aparición en el escenario de las relaciones, aspectos éstos relativos no a las personas sino privativos de las cuentas corrientes. Por lo tanto, sin darnos cuenta, interés y retorno de la inversión se extrapolan a las relaciones. Extraño parangón es éste, pero a pesar nuestro, economía y psicología van de la mano. Me refiero a que las relaciones que decimos que nos satisfacen se suelen basar en lo rentable que son y el interés que en nosotros suscitan. Nos tratamos a nosotros y a otros como cuentas corrientes, la mayor de las veces estamos en números rojos y rara vez en superávit.
Tras las condiciones de la mal entendida dependencia -y la inconsciente rentabilidad a la que sometemos las relaciones humanas- se esconde el ladino temor a la soledad, que no es sino la condición de necesitar compañía cuando decimos no tener amigos, pareja o cuando, por las razones que sea, nos alejamos de la familia. Sentirse solo no es síntoma de inadaptación social ni trastorno del carácter salvo cuando este sentimiento esconde la gran dependencia que difícilmente reconocemos, el hambre de compañía.
Una cosa es desear estar con otros seres humanos y otra es el torturante sentimiento de condicionar el propio bienestar emocional a estar acompañados a toda costa. Aunque de manera cotidiana consideramos que sólo son adicciones la dependencia de las drogas o el alcohol, existe otra sibilina dependencia que es el hambre de compañía. Lo notamos cuando confundimos soledad con intimidad. La intimidad es el espacio que el individuo tiene para, desvinculado físicamente de otros individuos, sentir de manera profunda lo que le sucede, reflexionar en silencio y conectar con la realidad. En este sentido la oración es intimidad con Dios, un espacio en el que no hay soledad sino percepción creativa de Ser lo que Soy, percepción de entrega.
En cambio quien dice sentir soledad no tiene experiencia de intimidad, sea por falta de relación consigo mismo, con Dios o con su propio mundo. Por lo tanto, en ausencia de otros, hay seres humanos que se comparan con quienes tienen compañía y sienten rareza de sí mismos al estar solos; cuando lo que pasa es que no comprenden que estar desvinculados de otros no significa fracaso ni culpa, sino experimentar una dimensión fundamental de estar vivos, la intimidad.
Acostumbrados al ruido y la pornografía emocional de las relaciones cotidianas, pareciera que tiene más valor alguien que se rodea de otros, sean quienes sean, con tal de aparentar estar con alguien, que quien está solo. Entonces la soledad ocupa el lugar de adicción compulsiva para pretender apaciguar la rareza percibida. Pero justo es la voluntad de rellenar el hambre de compañía con compañía la que lleva al aislamiento, aislamiento que no es soledad ni intimidad sino esclavitud del hábito compulsivo de estar acompañados. Al contrario de lo que puede parecer, personas que tienden a rellenar espacios de intimidad con relaciones y encuentros permanentes suelen sentir gran aislamiento.
El sentimiento de soledad no ha de mitigarse con compañía sino que es la intimidad su cobijo.
Es adicción creer que podemos sustituir el hambre de compañía con la presencia de alguien que cumple la función de rellenar el sentimiento de soledad. Al hacer esto dejamos de ser sujetos para convertirnos en objetos a nosotros y a los demás. Esto incluso sucede estando en pareja, un lugar común en el que solemos reclamar estar acompañados. También lo notamos en la necesidad incontrolable de mantener relaciones afectivas o sexuales.
Soledad es intimidad con Dios. Es dejar el espacio que va más allá de mí o de ti. La clave no es ni tú ni yo sino a través de nosotros pues en la intimidad hay entrega y lo que entregamos no nos pertenece. No hay propiedad privada en Ser. Porque lo que somos sucede en nosotros pero no es nuestro. Estoy hablando de Amor, el Amor que pasa al mundo a través de cada uno. El amor no se posee, nos traspasa. Pues lo que se posee no se tiene. Por lo tanto, no necesitamos que nos quieran sino amar. Y es en este espacio donde opera la gracia de Dios al tratarse de una experiencia que nos sucede sin que vehicule la voluntad.
Esto es intimidad.
Antonio Galindo es psicólogo en
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