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Ágatha Ruiz de la Prada: « No le di mucha importancia al sexo. A mí me ha interesado más de mayor que cuando era una jovencita»

La diseñadora se sincera en «Mi historia» (La esfera de los libros), unas memorias en las que repasa desde su infancia en ambientes aristocráticos a sus amores y sus éxitos en la moda internacional. Reproducimos uno de los capítulos que recoge la turbulenta relación entre sus padres que la marcaron de por vida.

Desfile de moda en Argentina
AME649. CIUDAD DE BUENOS AIRES (ARGENTINA), 05/11/2019.- La diseñadora española Ágatha Ruiz de la PradaPablo RamónAgencia EFE

A mis padres les llamábamos los «jefes». Si se hubieran querido nos habrían ahorrado mucho dolor, pero aquella relación se torció desde el primer día. Mi padre estuvo a punto de casarse con María Elena Covarrubias, con la que se ennovió durante toda la carrera. Una semana antes, ella le mandó a paseo. No era para nada habitual romper un compromiso cuando quedaba tan poco tiempo para la boda. Mi madre también estuvo a punto de dar el «sí, quiero» a Íñigo Moreno de Arteaga, marqués de Laula.

Durante toda su vida se arrepintió y me dijo que tenía que haberse casado con él. Mamá nunca disfrutó de sus decisiones, siempre tuvo el sufrimiento en los ojos, oscuros en el fondo, como dos faros apagados. Un día, los dos, mi padre y mi madre, se encuentran y a los seis meses se casan y consuman el desastre. La boda, por lo que me contaron, fue divertidísima, se celebró en casa de mis abuelos, Félix y Remedios (la llamábamos Mery) en Barcelona. Puedo escuchar desde aquí el eco, se me aparecen rodeados de toda la familia, guapos, alegres, ‘cool’. He visto tantas fotos de ese mundo tan ideal que es como si lo hubiera vivido. Mi abuelo le asignó un sueldo a mi padre y con ese dinero pagaban buena parte de sus gastos. Tener una sirvienta, para que nos hagamos una idea, costaba cien pesetas al mes, poco más de medio euro.

Al poco tiempo se dieron cuenta de que se habían equivocado. Fue un matrimonio caído en desgracia. A mi padre le encantaban las señoras, era muy mujeriego, casi un coleccionista de amantes, y mi madre no fue en absoluto sumisa. Se parecía a Ingrid Bergman; se superponen en mi memoria imágenes en blanco y negro que subrayan esta afirmación: mi madre con un cárdigan gris y zapato plano pasando la mano por el pelo de delante a atrás, como lo haría un hombre.

Hace unos años me hicieron una entrevista en Argentina y aseguré que no hubo ninguna mujer sumisa en mi familia. Lo reafirmo. Mi bisabuela Águeda era mucho más rica que su marido, un chico que jugaba al polo. Sus amigas de la época le decían: «Oye, monina, ¿no te das cuenta de que este se casa contigo por tu dinero?». Y ella contestaba: «Pues qué bien tener dinero para casarme con quien me dé la gana». Mi bisabuelo fue muy guapo, mujeriego como mandaban los cánones, pero ella era la rica y la que mandaba.

Las que han tenido el cetro en mi familia siempre han sido mujeres, siempre, de ahí que mi madre no se sometiera a mi padre, ni que yo me haya sometido a nadie. Nunca. Quería más a mi madre, Isabel, la del etéreo dolor, pero admiraba más a mi padre. Ella siempre estuvo mal. Le diagnosticaron un trastorno maníaco-depresivo. Mi padre era muy guapo. Muy atractivo. Muy pijo, lo más pijo del mundo, bien vestido siempre, moderno, creo que bastante esnob.

Formaba parte de ese tipo de hombres en el que uno se fija si entra en una habitación. La elegancia se le suponía, pero tenía misterio y había muchas mujeres dispuestas a descubrirlo.

Ruptura definitiva

[...]Cuando crecí, la relación con mi padre se deterioró hasta un límite que no hubiera imaginado. Se portó mal. Si a un hombre solo le interesan las señoras se convierte en un mal padre. Conservo buenos recuerdos de cuando era pequeña, pero todo cambió a raíz de la separación de mi madre. Fui amiga de muchas de sus novias. De hecho, el día que murió, hice lo imposible por encontrar a sus amantes para que asistieran al funeral. Revolví los listines de teléfonos. Llamé una a una a las que pude. Algunas me contestaron. Parece que mi padre quiso a muchas, pero ninguna de ellas era mi madre.

Mis padres se separaron varias veces, y cuando se produce la ruptura definitiva yo tenía quince años. En un primer momento, encontraba interesante que estuvieran separados. Me pareció divertidísimo vivir entre Madrid y Barcelona. Me dolió más cuando crecí. Si los hijos son bebés, no pasa nada, pero si tienen más de veinte años, como los míos cuando me separé, pues no se lo pueden creer.

GRAF9041. MADRID, 12/06/2018.- La diseñadora Ágatha Ruiz de la Prada y su acompañante Luis Miguel Rodríguez, durante el photocall previo a la cena de entrega del II premio internacional de periodismo Vanity Fair, que recibirá Iñaki Gabilondo, esta noche en Madrid. EFE/JuanJo Martín
GRAF9041. MADRID, 12/06/2018.- La diseñadora Ágatha Ruiz de la Prada y su acompañante Luis Miguel Rodríguez, durante el photocall previo a la cena de entrega del II premio internacional de periodismo Vanity Fair, que recibirá Iñaki Gabilondo, esta noche en Madrid. EFE/JuanJo MartínJuanJo MartínAgencia EFE

[...]Recuerdo una fiesta en nuestro piso. Mi madre, por primera vez en su vida, pagó seis mil pesetas por un traje de Pertegaz. Pero llegó una señora, la novia de mi padre, Selina, que se había gastado mucho más. Allí no podía competir. Selina llevaba un espectacular abrigo de armiño de un millón de pesetas. Mi madre supo que nunca sería la ganadora en el corazón opaco de mi padre. La entiendo tanto que parece que me susurrara al oído lo que digo sobre ella. Era lo contrario de, por ejemplo, Bibis Salisachs, que iba muy arreglada, maquillada… Mi madre decía que era un poco pusadeta, un poco cursi. A ella, eso de llevar un bolso de marca se la soplaba. Un poco como a mí. Recuerdo ir a ver al emperador de Japón en una audiencia en el Palacio Real y al rey Juan Carlos lo único que le divertía era que el emperador me conociera: yo llevaba un traje hecho con papeles y a él le parecía que eso era genial.

Selina no fue una amante cualquiera. Parecía una estrella de cine. Estaba divorciada de un hombre riquísimo y tenía cuatro hijos. La moqueta de su casa era blanca y tenía un armario más grande que mi salón. Todo era de Dior, Yves Saint-Laurent y marcas de ese nivel. Como no tenía hijas, cuando iba a su casa me metía en el armario y allí me pasaba horas y horas en un mundo paralelo. Me regaló muchísima ropa. Recuerdo un traje de Kenzo que era bestial. Me hice muy amiga de ella. La llamé cuando mi padre falleció; puse en la primera fila del funeral a mis hermanas, y en la segunda, a Cósima y a Selina. Fue una mujer importante para él y para mí. Conducía un BMW descapotable y llevaba botas altas hasta el muslo. ¿Cómo no iba a gustarme? Mi padre, que había estado con las señoras más sofisticadas de Madrid, se fue al final con la cajera de un banco que tenía dos hijos. Cómo sería la mujer que el juez, en aquella época, le retiró la custodia. Tenía dos años más que yo. Un día estaba con ella, Mari Pili se llamaba, le pedí su teléfono y me dijo que no me lo daba y que lo hablara con mi padre. No volví a dirigirle la palabra. Él no fue un hombre cariñoso, es algo que tienen los Ruiz de la Prada, una simiente árida que solo germina en desapego. Fue muy buen profesional, pero bastante mala persona. Nunca tuvo un amigo. Concluyo que a algunos de mis amantes les veo similitudes con mi padre. Luismi, Luis Miguel Rodríguez, el dueño de Desguaces La Torre, que fue mi pareja, por ejemplo. Aunque mi padre era muchísimo más guapo. Una tía mía, la condesa de Sert, me decía: «Solo te gustan los canallas».

[...]Al contrario que mi padre, mi madre tenía miles de amigas, derrochaba humanidad y todo el mundo se lo reconocía, pero no estaba bien. La gente que no está bien posee más sensibilidad, pero alcanza cotas de angustia insufribles. Parece que tuvieran que pagar por ello. Para una adicta al plan, como yo, compruebo que, desgraciadamente, te invitan más en pareja que sola. En un primer momento, después de mi separación, pensé: «Mejor, si no callejeo tanto a lo mejor así adelgazo…». Mi abuela sentía obsesión por el plan. Salía todos los días con su chófer, Antonio Molina. No le cabía en la cabeza quedarse en casa una tarde. Mi madre era igual. Adicta al plan. Así no se posaban pájaros en su mente anidada de fantasmas.

Que mis padres se llevaran mal resultó muy desagradable porque ella se tomó cada crisis a la tremenda. A pesar de ello, dormían juntos. En un cuarto colosal. A veces mi madre desayunaba, comía y cenaba en la cama. Le traían la comida en una bandeja con patitas. Había días que le daba pereza levantarse y conocerse.

[...]He buscado a mi padre en otros hombres. Parece que necesito un hombre protector, aunque normalmente suelen ser unos sinvergüenzas. Tuve bastantes novios. Hagamos memoria. El chico que me dejó embarazada dos veces y el hombre, mayor que yo, que me compró la casa de Polop de la Marina y que pagué. Siempre he querido tener resuelta esa parte emocional porque me ayuda a estar tranquila y a trabajar mejor. No le di mucha importancia al sexo. Qué pereza. Mi madre nunca se vistió para ponerse sexi, al revés, lo consideraba ordinario. O sea, que se pueden tener muchos planes sin que giren alrededor del sexo. A mí me ha interesado más de mayor que cuando era una jovencita. Hay personas que solo viven para el sexo, entre ellas, muchas señora0s. En cambio, mi plan es una exposición, una ópera… Los señores piensan que las mujeres estamos deseando; entiendo que desean su propio deseo. Nunca lo he buscado. Jamás he ido a por un hombre a un bar ni a ningún sitio, ni siquiera con amigas, pero lo tengo planeado… Lo bueno es tener muchos planes para que no se tenga que llegar a eso.

Cuando me divorcié desconfié mucho de los hombres. El tiempo me ha dado la razón: no te puedes fiar un pelo. Suena música de Los Nikis, como en el desfile-concierto «Ágatha for President». Año 1985. Solo uno después presenté «Chic-Cheque-Choc», basado en los tres hombres que debe tener una mujer: un marqués para el chic, un banquero para el cheque y un gigolo para el choc. Tenía ganas de provocar, pero, de cierta manera, algunas ideas transgresoras acaban convirtiéndose en reales. A feminista no hay quien me gane, qué coño, que diría Francisco Umbral.