Jesús María Amilibia
Danny Daniel: «Vengo a recuperar mi sitio, el que dejé»
Cantante y compositor
Lo que define más o menos a Danny Daniel –antes y ahora– es la vehemencia, la fe en sí mismo, su energía, su verborrea. Potente es su voz, su capacidad pulmonar y su frenesí amatorio, también su orgullo. Ha tenido siete mujeres, cuatro hijos y dos éxitos universales, «Por el amor de una mujer» y «El vals de las mariposas». Se fue a Miami hace veinte años y regresa ahora a la vieja patria para recuperar, dice, el sitio que dejó en un ataque de dignidad y presentar su último disco, «Por una mujer».
–Su primera pasión fue el fútbol...
–Fue mi verdadera pasión. Cambiaría todos mis éxitos musicales por ser Messi. Por ser Cristiano Ronaldo, no; es prepotente, va de sobrado, y no hay nada más grande en este mundo que la humildad. Jugué hasta los 26 años, mi último equipo fue el Ensidesa, donde empezó Quini. Saltaba al campo con el menisco partido por siete sitios. El doctor Guillén, que me operó, no se explicaba cómo había podido jugar con el menisco así.
Aún guarda en su finquita de Gijón el acordeón que su padre le regaló cuando era un crío. Su obsesión en el 65, cuando apareció por Madrid, era el inglés –seguía un curso por Asimil– y escuchar Radio Luxemburgo para tratar de entender las canciones de Ray Charles, Cliff Richard, Tom Jones, etc. Siempre fue un aventurero. Se paró ante una agencia de viajes en la Gran Vía, vio un póster de Palma de Mallorca, le gustó lo que vio y para allá se fue. Ganó su primer dinero como cantante en el bar de un hotel. Se lio con una sueca –Ingrid, cómo no– y se fue a Suecia a trabajar en una fábrica de papel.
–A las dos del mediodía –me cuenta– el termómetro marcaba 35 grados bajo cero. Sólo estuve un año. Me fui cuando ya empezaba a hablar sueco bastante bien. Un amigo gaditano me dijo que tenía contactos artísticos en Hamburgo y me fui con él. Allí canté en un restaurante, «Los Mexicanos». Me aprendí todo el repertorio de Los Panchos con Eydie Gorme.
Volvió a Palma, al mismo hotel. «Bajaba la escalinata del barco y me palpé el bolsillo. Sólo tenía 20 pesetas. Me cabreé conmigo mismo por tener tan poco después de tanta aventura y tiré las veinte pesetas al mar. ¿Para qué las quiero?, me dije. Siempre he sido muy orgulloso». Después de tres años mallorquines, volvió a Madrid, ya con intención de hacer algo importante en la música.
–Iba a las editoriales musicales –cuenta Danny– pero sólo me ofrecían porquerías: las buenas canciones eran para Julio Iglesias, Raphael... Alguien me dijo: «¿Por qué no compones tus temas?» Así que empecé a componer con mi guitarra. Me resultaba fácil. Y nunca entendí por qué.
–Y llegó el primer éxito: «El vals de las mariposas»...
–Conocí a Donna Hightower en el Bourbon Street, aquel club de jazz. Nos hicimos amigos. Yo componía todos los días seis o siete canciones y en inglés. Donna decía que eran buenas, que tenía un estilo muy americano. Grabamos «El vals...» por nuestra cuenta, nos costó 110.00 pesetas, porque ninguna discográfica lo quería, como tampoco quisieron «Por el amor de una mujer». Las compañías de discos están dirigidas por fracasados de la música, por mediocres. Ahora dicen que soy una leyenda. Pero a mí no me ayudó nadie.
Estuvo con Donna dos años. No era Danny un tipo fiel: «Ya sabe, cuando triunfas las mujeres se te ofrecen a cada paso; viví con muchas, incluso tuve un idilio con Bárbara Rey». Del 86 al 96 vivió en Cabanillas de la Sierra, con su actual mujer, Pity. Tuvo con ella tres hijos.
–Y de repente desaparece, se va a Miami. ¿Por qué?
–Querían que cantara en play-back, sin orquesta. Para mí eso era prostituirme. Hice veinte galas con un pianista, la última en Cabanillas de la Sierra, y a las tres semanas me fui. Aquí todo estaba muy politizado, si no eras de un partido, no tenías nada que hacer. Y además, una cadena de emisoras me boicoteó, y mi discográfica no me apoyó. Un asco. Aterricé primero en Nueva York, luego me fui a México y allí me pilló la devaluación del peso, terrible, y me decidí por Miami como base de operaciones: desde allí me desplazo a República Dominicana, Costa Rica, Colombia, Ecuador, Norte de los EE UU...
Cuando quiere recordar algo grato, muy grato, su memoria viaja a la empanada que hacía su madre y los domingos de romería en Asturias. Lo que más le molesta es que le pregunten la edad. En Miami, en su gimnasio, un judío de 101 años que levantaba pesas le dio la clave de la longevidad: «No celebres tus cumpleaños, olvida la edad». Dejó los puros que fumaba después de las comidas. No ha bebido nunca. Dice que está de fuerza y de voz como nunca. «Vengo a recuperar mi sitio, el que dejé, y que no ha ocupado nadie; así lo he decidido y así será». Tiene algo de profeta airado que ha decidido desdeñar el tiempo.
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