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Niebla con gabanes (IV)

La Razón
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A quella mañana de diciembre el capitán de Infantería de Marina don Tomás Martínez Vázquez me llamó a un lado y me comentó que en Madrid había saltado por los aires el coche blindado del almirante Carrero Blanco. No había en su rostro un solo gesto que no correspondiese a su tranquila expresión de cualquier día, la misma con la que convertía en laconismo la maldita acidez de estómago. En la Comandancia de Marina de Vilagarcía de Arousa el atentado de la calle Claudio Coello de Madrid no le enfrió el café a nadie. Si alguno de los mandos de la dependencia estaba indignado por lo ocurrido, a mí desde luego no me lo pareció. Don Tomás retiró un billete de mil pesetas de una cajita metálica. «Te vas a la mercería y compras tres o cuatro metros de cinta negra. Que sea del ancho de los clásicos brazaletes de luto, ya sabes». Y siguió enfrascado en su burocrática rutina de jefe del Centro de Movilización y Reclutamiento de una comandancia de Marina de la que el almirante Carrero probablemente ni conocía su existencia. Cuando regresé del recado, un cabo se encargó de cortar la cinta en porciones y la distribuyó hasta que los suboficiales, oficiales y jefes quedaron con las mangas de sus uniformes azules perfectamente enlutadas. Varias veces mi mirada se encontró con la mirada del capitán de Infantería de Marina y nos sonreímos sin decir nada, como si el uno supiese el chiste olímpico que se estaba callando el otro. Le pregunté luego por qué no poníamos luto en nuestros uniformes los marineros. Don Tomás me llamó a su mesa con el pretexto de mostrarme unos estadillos del próximo reemplazo, me senté a su lado y se explicó sin levantar apenas la voz: «Lo ocurrido en Madrid es una desgracia oficial, no sé si me explico. Quiero decir con esto que se trata de un asunto que nos incumbe a los profesionales de la Armada. Tú eres un marinero de reemplazo, un aficionado, ¿comprendes?, y si sientes alguna clase de dolor por lo ocurrido, es cosa tuya. No te diré lo que siento yo dentro de mí. Tendrás que conformarte con que te diga que para muchos marinos el de esta mañana es un dolor estrictamente profesional». Volví a mi sitio y pasé a limpio en la máquina de escribir una larga lista de reclutas. Una hora más tarde levanté los ojos y me encontré con la mirada del veterano capitán. Tampoco esta vez nos dijimos nada, pero me consta que aquella mañana ambos sabíamos que Franco estaba demasiado viejo y que su régimen empezaba a resquebrajarse en una inexorable decadencia en la que se mezclaban la nostalgia, la indiferencia y aquella explosión de Madrid que a no pocos profesionales de la Armada les pareció un prodigioso número de circo en el que tendrían que contenerse de aplaudir.