Austria
Al abordaje de Cannes
Como es costumbre en las ruedas de prensa de megaproducciones de Hollywood, en Cannes, el equipo de «Piratas del Caribe: En mareas misteriosas» se echó unas cuantas flores, celebró lo felices que estaban de haberse conocido y lo muy reconfortante que ha sido intervenir en la cuarta parte de una taquillera franquicia.
Depp elogió a Penélope («es capaz, inteligente y brillante, pero además es una gran persona, y muy leal»), Cruz elogió a Johnny («lo más difícil de mi trabajo fue mantenerme seria en las escenas con él»), y colorín colorado, este cuento no se ha acabado. Aunque la fórmula está agotada, y Depp y Cruz (que rechazó el papel de protagonista de «Melancholia», de Lars Von Trier, que concursa este año en Cannes, para ser pirata) tienen tanta química en la pantalla como un ladrillo y una patata, cuando aparece la palabra «fin» sabemos que no será para mucho tiempo.
Como Bugs Bunny
Si una franquicia muestra fiebre y malestar, tiende a agarrarse a la realidad y a revelar los anclajes de su mitología. Al poco de empezar esta entrega de «Piratas del Caribe», Jack Sparrow se topa con su padre, que no es otro que… Keith Richards. Ayer, en rueda de prensa, Depp volvió a recordarnos cómo veía a Sparrow, como «una mezcla entre una estrella de rock del siglo XVIII y un romántico canalla». Poco antes, lo había definido como «un Bugs Bunny de carne y hueso; me pasé tres o cuatro años viendo ‘‘cartoons'' para inventarlo». Y, preguntado por la paternidad, aprovecha para recordarnos que los miembros de su familia son sus primeros espectadores. «Pruebo a mis personajes con mis hijos.
Les hago voces, muecas… Y en general me mandan callar». Lo dicho: los referentes siguen siendo los mismos que hace ocho años, pero la originalidad de Sparrow ha perdido fuelle, se ha vuelto cansina y repetitiva. Parece que Depp ha hecho lo posible para maquillar el cansancio de su singular pirata, dado que ha intervenido activamente en la escritura del guión, pero sus esfuerzos no lucen en el resultado final. Quizá por eso intentó negar cualquier síntoma de desaliento en Sparrow: «Cuando el proceso se hace impuro, y continúas con el personaje por causas equivocadas, es mejor parar. Pero a Jack aún le queda tela que cortar».
Orlando Bloom y Keira Knightley han desaparecido, y no podemos decir que los echemos de menos.
La novedad está en la intervención de Penélope Cruz como Angelica, «una pirata mentirosa y manipuladora, un personaje con muchos colores», y de Ian McShane como Barbanegra. Ellos, junto con Sparrow, el clásico Barbossa (Geoffrey Rush), una sirena y un guaperas de lo más pío, compiten por descubrir la Fuente de la Juventud. Hay menos escenas de acción, y son lo mejor de la película, en especial aquella en la que Sparrow huye de las garras de un avaricioso duque, y, sobre todo, la del ataque de las sirenas asesinas.
¿Qué ocurre, pues, con Penélope Cruz? Mezcla de la Jean Peters de «La mujer pirata» de Tourneur y la Geena Davis de «La isla de las cabezas cortadas», su personaje parece heredar los rasgos de la moderna heroína de acción sin perder de vista la confrontación romántica con Depp, reencarnando la clásica guerra de sexos de la «screwball comedy» hollywoodense. No en vano, la primera vez que aparece Cruz está disfrazada de Jack Sparrow, como si su Angelica fuera la réplica masculina de su contrincante amoroso. El problema es que está demasiado estática, probablemente porque rodó la película cuando estaba embarazada. «Fueron dos meses de entrenamiento en Los Ángeles», explicaba Pe. «En el plató sólo hice lo que pude, me protegieron constantemente».
Mónica, la doble
Rob Marshall le toma la palabra: «Organizamos el plan de rodaje para que Penélope trabajara sus escenas más complicadas al principio. Y luego Mónica, su hermana, hizo de doble en la etapa final». Es la primera película de aventuras a gran escala de Marshall, y su única aportación es haber simplificado el argumento, limado el surrealismo de las anteriores entregas y convertido la estructura del relato en la de un videojuego elemental. Esto, más que un parque temático, parece un parque infantil.
«Michael»: una jornada escabrosa
Si no fuera porque empieza a los tres cuartos de hora, corriendo el riesgo de perder a buena parte de su público por el camino, la israelita «Hearat Shulayim», de Joseph Cedar, sería una gran película. Si nos olvidamos de ese (grave) defecto, y si no tenemos en cuenta el uso abusivo de la música y el formalismo un tanto inútil de su arranque, lo que nos queda es un estudio, sensible y agresivo a un tiempo, de la relación entre un padre y un hijo. Ambos son estudiosos del Talmud, aunque al padre, que ha vivido entre incunables y apenas sabe comunicarse con el mundo, le queda poco para que alguien se acuerde de sus esfuerzos académicos.
Un error institucional enfrenta al hijo con un dilema moral –en la mejor escena del filme, que se desarrolla en una oficina que parece el camarote de los Marx– que sirve como pretexto para ofrecer una visión harto pesimista de los vínculos paternofiliales. «Hearat Shulayim» empieza como una comedia algo torpe, que no sabe esquivar las limitaciones que impone un sentido del humor localista –las referencias a la tradición cultural y religiosa de la sociedad judía son constantes–, aplicado a un relato digresivo, que no habla de nada en particular. Cuando la película se centra en las intrigas del mundo universitario, en la lucha de egos y la rivalidad entre padre e hijo, entra de lleno en el territorio de la tragedia. La complejidad de las emociones con que trabaja Cedar excede el espacio de estas líneas: el filme viene a decirnos que los caminos del egoísmo y del sacrificio acaban siempre en un mismo punto, el fracaso.
Al austríaco Markus Schleinzer se le nota demasiado su colaboración con Haneke (ha sido su director de casting). La premisa de «Michael» –la descripción de la vida cotidiana de un oficinista que tiene secuestrado a un niño de diez años en su sótano– bien podría pertenecer a la filmografía del director de «La cinta blanca». El problema es que Schleinzer no sabe muy bien qué hacer con ella. No tarda mucho en presentar a su protagonista desde una óptica patética, con una improbable tendencia a los accidentes, y hace trampas al jugar con elementos que deberían crear tensión pero que se resuelven con brusquedad, sin sentido del suspense. Más allá de lo escabroso del asunto, Schleinzer quiere demostrar que el pederasta del título no es un personaje interesante. Es como cualquiera de nosotros: si por gente corriente entendemos a un hombre inexpresivo, entregado a la rutina y sin vida social, y que tiene un misterioso atractivo para las mujeres. Es como cualquiera de nosotros si viviéramos en Austria, ese país para el que cine y sordidez parecen sinónimos.
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