Estados Unidos

ANÁLISIS: La oportunidad de Gingrich por Kathleen Parker

La Razón
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La ovación encendida al candidato conservador Newt Gingrich cuando atacó al moderador de la CNN, John King, por preguntar sobre las acusaciones de que quiso «un matrimonio abierto» con su segunda esposa, no nos dicen gran cosa de Carolina del Sur pero sí muchísimo de la naturaleza humana. Para el momento del debate, las palabras «matrimonio abierto», el que Marianne Gingrich asegura que Newt le propuso cuando estaban casados, estaban en la punta de la lengua de un millón de agitadores. Igual que King no tenía más opción que hacer la pregunta, Gingrich respondió de la única forma que podía responder: matar al mensajero es un método distinguido. De pronto, el cuestionable pasado de Gingrich es olvidado y cualquier indignación que su trayectoria pueda haber suscitado se dirige contra los medios de comunicación.

Puede no haber puesto de su parte al planeta entero, como describía el objetivo de sus ambiciones en 1985, pero logró garantizar su empuje arrollador en el seno del estado que de forma constante ha elegido al candidato presidencial Republicano. La gente que conoce a Gingrich, y desde luego esos enemigos suyos que han convencido a Marianne Gingrich de que debía salir a la palestra por el bien del país, tienen que estar preguntándose cómo han podido salir tan mal las cosas. ¿Cómo iban a calcular que la mayor desventaja de Gingrich podía convertirse en su punto más fuerte? No consideraron, como se podría suponer a primera vista, el desprecio de la opinión pública hacia los medios convencionales.

En pocas palabras: cuanto más se ceba uno con una persona a cuenta de unos fallos humanos con los que todos nos podemos identificar, más probable es que generes simpatía, sobre todo si ese individuo ha sido directo en su confesión y su penitencia por sus transgresiones, como ha sido Gingrich. De ahí que su entrevista y que la pregunta de King no hayan calado como revelaciones, sino como triunfo político ayudado y fundamentado por una prensa lasciva. Hasta Bill Clinton, que en su momento fue menos directo, acabó siendo considerado una víctima tras meses de investigaciones abiertas y de emisiones en directo de los detalles sórdidos.

El fiscal Starr, como el periodista King, simplemente estaba haciendo su trabajo, pero pasó a ser una persona menos agradable que Clinton para la gente corriente que estaba viendo la televisión en sus cocinas. Con independencia de lo noblemente que los Republicanos puedan haber cumplido su misión, los estadounidenses de a pie, los varones en particular, veían una persecución. Una amiga católica plasma la opinión generalizada en términos que Gingrich desde luego apreciará. Cuando ve a alguien sucumbir a la tentación o ceder a alguna otra debilidad humana, ella dice: «Tengo semillas de eso plantadas en mi jardín». Equivocarse es humano; perdonar es divino. Nos gusta esa forma de pensar porque todos, en algún momento, necesitamos del perdón ajeno.

Cuando Gingrich se volvió a su audiencia y dijo que todos conocemos el dolor, ya que todos conocemos a gente que ha sufrido, se transformó instantáneamente de pecador en salvador, del redentor en jefe. Correctamente contaba con la empatía del prójimo, si bien no de las prójimas, y sacó tajada. Pero un instante es sólo eso, y la proyección de la clase experimentada por la audiencia de Charleston puede estar cargada de peligros. La identificación excesiva con alguien enturbia el juicio y, aunque todos seamos pecadores, no todos nos presentamos a presidente de Estados Unidos. Los pecados carnales de Gingrich son en última instancia menos importantes que el narcisismo y la grandiosidad que imponen sus acciones. Los electores harán bien en pensar menos en lo que ellos harían de estar en su situación y más en lo que hará Gingrich si finalmente logra llegar a la meta. A medida que la realidad de la asombrosa estima en la que se tiene él va calando y nos imaginamos a dónde puede conducir su inquebrantable seguridad, se vuelve menos fácil identificarse con las semillas plantadas en su jardín. Cuando la proyección se desvanece, la empatía no tiene sitio para aterrizar.

Kathleen Parker
Columnista de «The Washington Post» y premio Pulitzer 2010