Praga
El rey de Inglaterra
Nunca se releyeron sin alegría los versos en que Shakespeare habla en su «Hamlet» del tiempo de Adviento o anterior a la Navidad, en el que el aire se torna como de cristal en su transparencia, y el gallo aleja con su canto más madrugador y como en ninguna parte del año las pesadillas de la noche. La visión poética interpreta así esos fastuosos días y noches que transfiguraba; y los hombres, en su propio modo de vivir y éste en sus diversos aspectos han recogido como el desteñido de esa poesía en los demás tiempos del año, porque la poesía recrea el mundo para nuestros adentros.
Pero se ha perdido en buena parte el sentido de la fiesta, o, más bien, se ha renunciado a él como a otras estancias del vivir humano en seguimiento de ideas abstractas o acecinados por la política, de manera que la fiesta, que fue siempre memoria religiosa, costumbre heredada o decisión individual y de la comunidad, ha sido convertida en una ordenanza política utilitaria, y es lógico que algo tan artificial y construido precise también un construido énfasis y ruido y un encendido de luces de feria, dramáticamente empeñado en sacar a la alegría de allí donde pudiera haberse refugiado.
Pero ¿cómo se reprocharía éste y otros «como si» a un mundo como el nuestro que tiene con frecuencia la sensación de vivir junto a una morgue o en medio de ella, aunque sólo sea porque las noticias de cada día que le llegan son siempre de desgracia y muerte, de envenenamiento de tierra, mar y aire, y de inseguridad misma del andar por la calle, y hasta de los mismos alimentos que consume? Hasta el juego y la diversión están impuestos, normados y teledirigidos para su rentabilidad económica o política, o para la conformación y pedagogía del ánima, en vez de ser el puro ámbito de la libertad.
No se podrá decir, ciertamente de este tiempo nuestro lo que del XVIII, antes de la Revolución, decía Monsieur de Talleyrand, que quien no había vivido en él no podía saber lo que era la dulzura del vivir. Incluso adoctrinados permanentemente, como estamos, de vivir en la plenitud de los tiempos, no podríamos decir aquello ciertamente.
Las luchas político-religiosas del XVI y el XVII –las luchas son siempre políticas y suelen militarizar lo religioso como el resto de la realidad humana– vistieron de negro a Europa entera, y quitaron a sus hombres la alegría de vivir hasta un punto que se decía que en las grandes casas se rechazaban a los candidatos a cocineros que eran calvinistas por miedo de que su oscuro pesimismo sobre la naturaleza humana y la condición del mundo influyera tanto en ellos que hasta sus salsas se cortaran; pero al fin pudo respirarse. Sólo que entonces, como para que los hombres no olvidaran su condición siniestra, las revoluciones de fines del XVIII y de mediados del XX, volvieron a rodear la vida humana de amargor y tristura. Nazis y comunistas cerraron los cafés y otros lugares de esparcimiento en Praga y Viena, y por doquiera donde triunfaron, y se abrieron escuelas de formación global para fabricar un mundo nuevo, a comenzar por una nueva gramática, según la cual la esclavitud es libertad, cultura la ignorancia, alegría la barbarie, y jugar o reír serían prohibidos como no fuera para alabar y divertir al líder redentor.
A la llamada post-modernidad no le ha faltado razón en querer zafarse de toda esa losa de seriedad y horror, pero «tiró el niño con el lebrillo», y el alegre nihilismo en el que se nos invita a vivir no nos proporciona una residencia que sea codiciadera precisamente como Martin Buber decía que no podíamos residir en territorio hegeliano.
Demasiadas explicaciones, en efecto; demasiada atención a los señores de la historia siempre pronunciando un discurso interminable. «¿Y a ti qué te importa lo que piensa el rey de Inglaterra?», preguntaba Erasmo a su lector.
Pues nada, verdaderamente.
✕
Accede a tu cuenta para comentar