Galicia

La vida oculta de un narco arrepentido

Regresa tras 20 años en el anonimato el primer testigo protegido de la historia judicial española, Ricardo Portabales, el confidente que puso en bandeja a Garzón la «operación Nécora» 

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Ricardo Portabales se presenta como Ricardo Portabales. En cualquier otro, una rutina. En su caso, con casi una decena de identidades falsas a sus espaldas, un triple mortal sin red. Desde hace 21 años está obligado a caminar en la penumbra, a vivir en la desconfianza, a mirar a su alrededor. El primer testigo protegido de la historia judicial española puso en bandeja el golpe más sonoro, y desde luego el de mayor ruido mediático, contra el narcotráfico gallego, la «operación Nécora». Era el 12 de junio de 1990. El bautismo de fuego de un juez, Baltasar Garzón, su primera portada de las muchas que vendrían después. Para él, sin embargo, el final de una vida y el comienzo de otra. Ahora, Portabales reniega de ese otro Portabales, del narcotraficante de poca monta arrepentido del que hablan los periódicos de entonces, del confidente policial que fue durante más de una década. «Nunca fui un narcotraficante ni un chivato», proclama de nuevo en España. En su imaginaria tarjeta de visita sólo se reconoce un «ex colaborador» del Ministerio del Interior.

¿A qué ha venido? A contar su verdad, dice, a airear que la «operación Nécora» fue «un gran engaño», «a recuperar mi vida y mi nombre». Desgrana la conversación de acusaciones que suenan a disparate. Pero en una vida por momentos disparatada, esas confesiones veladas no desentonan en el guión de aquellos locos años. Se siente engañado, aunque, la verdad, no tiene pinta de dejarse engañar. Lo contará todo en un libro de inminente publicación, «Mentiras de Estado», que sacará a la luz la editorial Absalon.

Antes de la «Nécora»

Para entender a este Portabales hay que escarbar en el otro, en el que era antes de ese 12 de junio de 1990. «Una persona de lo más normal», recalca, que tenía una empresa de submarinismo en la localidad pontevedresa de Marín, donde nació. Entonces rondaba la treintena, estaba casado y tenía cuatro hijos. Se había dedicado, no lo niega, al contrabando de tabaco, «pero como casi todo el pueblo». Le propusieron que consiguiera un barco para cruzar el charco con droga (señala a Francisco Javier Martínez Sanmillán «Frankie», condenado a once años de cárcel en el juicio de la «Nécora») y aceptó. «Pensé que si pasaba algo, yo sólo les estaba vendiendo un barco». Y pasó. Los narcos le pagaron parte de sus honorarios con medio kilo de cocaína y la Policía le detuvo con la droga y un revólver del 38 en el coche. «Nunca antes había visto la cocaína», jura y perjura.

Ya en la cárcel, el Portabales que era estaba a punto de esfumarse. «En prisión no te pasan los días, se te viene el mundo abajo. Quería salir libre por la reputación de la familia, sobre todo la de mi mujer», recalca.

Un día de mediados de 1989, a la hora de la siesta, recuerda que vinieron a verle tres hombres, presumiblemente policías, para que colaborara en la investigación contra los capos gallegos del narcotráfico. «Les dije que no conocía a esa gente, sólo a algunos de vista», insiste. Las visitas se repitieron y a los pocos días falleció su padre, «cuando más lo necesitaba, todavía me culpo de su muerte por el disgusto que le di». Tras recibir «una pequeña paliza» en prisión, a la tercera fue la vencida. «Vamos a correr la voz de que eres un confidente policial», cuenta que le amenazaron. La transfiguración de Portabales era un hecho. «Les dije que colaboraría».

«Una gran estafa»
«Me dieron nombres que desconocía y repetí el sumario diez o doce veces en la Audiencia Nacional, en Canillas (complejo policial de Madrid), en mi casa. Di marcha atrás en media docena de ocasiones, hasta en un receso del juicio». Para entonces, no estaba solo. Se había sumado a la causa Manuel Fernández Padín, el otro confidente de la «operación Nécora», que define como «una estafa, la mayor mentira creada en la historia judicial de este país».
La operación se puso en marcha. «Salimos más de 100 coches de Canillas en dirección a Galicia. Hasta en los peajes formábamos atascos». A el le tocó esperar en la comisaría de Villagarcía de Arosa. Desde ahí vio llegar a los principales detenidos. Recuerda que Laureano Oubiña (que sería condenado a doce años de cárcel por blanqueo y delito fiscal, pero absuelto de tráfico de drogas) «llegó semidescalzo y en pijama». Consciente por la televisión de la que se estaba formando, llamó a su mujer. «¿Estás loco? ¿Qué estás haciendo? ¿De qué conoces a esas personas? ¿En qué andas metido?», le reprochó. «A mi familia hay que sacarla de ahí», suplicó al juez. Minutos después, tres coches de Policía se plantaban en el domicilio de los Portabales y se llevaban a la carrera a su mujer e hijos (el mayor, de 15 años, y la pequeña, de cinco), que, desconcertados, empezaban una nueva vida para la que nadie les había preparado. «Yo siempre les decía: por favor, no me preguntéis nada», reconoce.
La imagen que perdura en su memoria de la mastodóntica operación policial no es la del juez Garzón descendiendo en helicóptero al pazo Bayón, propiedad de Oubiña, sino la de un primo del capo «regalando cajas de Albariño a diestro y siniestro» de la bodega del narcopatrón en una improvisada barra libre.

Sin escolta y sin paga
Los hoteles se suceden y los escondrijos también. Hasta casi una decena de chalets en los últimos veinte años para guardar a buen recaudo a la familia Portabales, el último en la localidad madrileña de Galapagar.

Al principio, recuerda, profesores particulares se encargaban de la educación de sus hijos. Pero no se acostumbraban a la liturgia de policías armados montando guardia y acababan poniendo pies en polvorosa.

Una vida con nuevos apellidos, escoltas y 1.100 euros al mes a cargo de los fondos reservados. Pero todo se ha ido esfumando con el paso del tiempo. Primero la protección y, hace año y medio, la vivienda y la asignación. «No me voy a quedar con las manos quietas», advierte.

¿Qué se ha dejado por el camino? Ha tenido que renunciar, lamenta, «a una vida tranquila, a un trabajo normal y a ser padre de familia». Y a la libertad, lo que más ha echado de menos en estos 21 años. No se ha refugiado en las drogas o el alcohol para mantenerse a flote.

«Prefiero una copa de vino o un paseo», dice con un acento gallego que todavía no ha perdido.
Pese a los reproches, siguió colaborando como infiltrado con las Fuerzas de Seguridad durante una década en casos de narcotráfico, estafas, robos bancarios y de documentos. ¿Por qué? «Cuando estás metido en un berenjenal tan grande, tu única familia, los únicos que te pueden sacar de eso, son ellos, los que te metieron. Ya eres una persona marcada».

El pacto de silencio, roto
Por convicción u obligación, se aplicó al oficio. «Tuve la mejor red de confidentes de la Policía», dice sin un adarme de modestia. «Me prometieron que me iban a hacer inspector honorario para enviarme después a una embajada», asegura como quien saca del bolsillo una factura sin cobrar.

En 2002 dijo basta. «Estaba harto y quemado». Puso rumbo a Uruguay, según cuenta porque tras retirarle Interior la escolta «quería atraer los problemas hacia mí» para ahorrárselos a la familia.

Abrió un restaurante, una galería de arte y un negocio de antigüedades y se dedicaba a «traer inversores» a porcentaje. «No necesitaba la asignación. La seguía cobrando mi mujer. Tenía suficiente dinero para rehacer una vida o dos más», reconoce. Con Uruguay, Argentina y Brasil como base de operaciones, hace negocios en medio mundo: Suráfrica, Angola, Mauritania, Senegal, Patagonia, Chile, Panamá, Costa Rica, Honduras...

Pero un cambio de documentación, el último, le dejó a la deriva. «Vine a España y pedí que me acreditaran el cambio de identidad para poder modificar la titularidad de mis cuentas bancarias», explica. No lo hicieron, condenándole, se queja, a empezar de nuevo. Por eso está dispuesto a desenfundar su verdad, por eso clama por un juez que quiera escucharle. Incluso está dispuesto a someterse al polígrafo, un remedo de una de sus apariciones más sonadas: el día que inauguró «La máquina de la verdad» en 1992. «El polígrafo estaba manipulado –afirma con despecho–, que busquen un gran profesional y mañana mismo me pongo». No le importaría «en absoluto» que fuese en un programa de televisión «para que se conozca la verdad». Esta vez, hace hincapié, «hay pruebas, muchas pruebas».

«El pacto de silencio ya no existe», sentencia. «No vengo a esconderme. Vengo a dar la cara», advierte después de dos décadas acostumbrado a esconderla. El nuevo Portabales. O el antiguo. Quién sabe.

«No vivo obsesionado»
 ¿De qué se arrepiente un arrepentido? «De dar un paso que no debía de haber dado». Portabales luce, en un día muy caluroso, un impecable traje azul, camisa de cuello blanco y corbata con pasador. Adorna uno de sus dedos con dos anillos de su padre. Niega que se haya hecho la cirugía estética. «Me gusta que mis nietos puedan ver a su abuelo tal y como es», proclama orgulloso. Como cualquiera que se haya incursionado en los subsuelos del Estado, vale más por lo que calla que por lo que cuenta. «¡Mucho más, hombre!». La duda ofende.

Niega que viva con miedo a que le peguen un tiro: «No vivo obsesionado». Y tampoco cree que confiar en los demás sea un lujo que no se pueda permitir. «Soy un hombre de palabra, es un pecado que tengo», afirma sin titubear. ¿Cuánto vale su vida? «Eso lo tienen que decidir otros», responde como buen gallego. Cuando se le pregunta quién pagaría por verle muerto cita los nombres de tres de los condenados por la «Nécora». No menta a Manuel Charlín, el patriarca del clan, absuelto en ese juicio pero condenado después y en libertad desde julio de 2010. «Jamás acusé a Manuel Charlín», tercia para despejar cualquier sospecha.

Si pudiese rebobinar su vida, empezaría a borrar «una hora antes de conocer a "Franky"».
Con toda su experiencia a cuestas, sin haber olvidado «esos momentos de una presión interna como si te faltara el aire», no tiene dudas a la hora de enumerar el primer mandamiento del arrepentido: «No ser confidente y no confiar en aquellos que te hacen promesas, porque te están sentenciando de por vida».

Entre la indiferencia y el olvido, Portabales prefiere el olvido, quizá por eso se niega a escribir su epitafio. «¿Cuál de ellos? Tengo tantos...».