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La riqueza de la JMJ por Javier ORS

La Razón
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El grafiti de la firma no es más que un intento vano de perpetuidad. La necesidad de marcar que uno ha estado ahí. Que ha vivido/presenciado el lugar, el evento, lo que sea. El hombre siempre ha sentido el impulso remoto de grabar su nombre en los sillares del monumento, en la roca que hace cima. Hay algo en él que le empuja a dejar constancia de sus viajes, de sus tránsitos y peregrinaciones varias. Es como si supiera que una persona no son sólo sus ideas. También le definen sus acciones: lo que ha hecho, los sitios que ha visitado. Según uno conoce vestigios, restos, arqueologías, va topándose con estas caligrafías del pasado que hablan de otras vidas, de otras existencias. Asoman en las columnas de los templos, en las paredes de las cuevas, en la losa del hipogeo. Se ha querido sustituir esto por una bandera, por un libro de visitas. Pero el instinto primero se impone a este marketing último. Todos los que vinieron a la JMJ ya no están (el evento ha generado 354 millones de euros, en vez de los 100 estimados, refutando el argumentario de los que decían «con mis impuestos, no» y beneficiando a la hacienda pública y a la economía), pero ahí ha quedado la impronta de su letra, como un intento de desafiar al tiempo. De rebatir a la mortalidad.