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El perro y la niña

La Razón
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A veces cuesta vivir. Ya, ya lo sé, no debemos decirlo los sanos, pero así es. Pues imagínense Ramona Estévez. Párkinson, infarto cerebral, coma y 91 años. Una penita. Tanto, que me chocó que alguien señalase, no a la enfermedad, sino a los grupos pro vida como foco del «largo sufrimiento de la familia». Quizá contribuya a explicar esta excentricidad que la que acusase fuese Isabel Torres, coordinadora de la asociación Derecho a Morir Dignamente.

Y que es partidaria de «acortar la agonía aunque no existan signos de sufrimiento del paciente, porque sí los tiene la familia». O sea, de «dormir» al padre para que no padezca el hijo. En mi familia lo hicimos con Rocky. Mi madre, que es la valiente de la casa, lo llevó al veterinario para que lo «despenase» y los niños no sufriésemos.

El filósofo francés Enmanuel Mounier recibió un duro golpe cuando su hija de siete meses quedó subnormal profunda por una encefalitis. Pero la puso en el centro de la casa y se obligó a pensar: «¿Qué sentido tendría todo esto –se preguntaba– si nuestra criatura no fuera más que un pedazo de carne deteriorada, un poco de vida accidentada?». Más tarde escribió que sentía «una aguda y profunda tristeza y, a su alrededor, una adoración…No encuentro otra palabra. La niña es una hostia viva entre nosotros, muda como la hostia y, como ella, resplandeciente». Finalmente descubrió en la pequeña Francoise la explicación de su propia vida. Tal vez los enfermos sirvan para muchas cosas y el problema estribe en nuestra mirada.