Pekín
Una década de abusos
PEKÍN- Zhou Yongkang, el «pitbull» chino, se sentará hoy por última vez en el Comité Permanente del Politburó. A sus 70 años, es uno de los siete jerarcas obligado a jubilarse del selecto club que dirige el país. Su salida del Gobierno será recibida como una buena noticia por todos aquellos que se han colocado alguna vez en el punto de mira del régimen. Muchos han tenido ocasión de poner a prueba el puño de hierro con el que ha dirigido a los más de 800.000 policías y paramilitares. Ingeniero de formación, Zhou hizo carrera persiguiendo a la disidencia tibetana primero y masacrando a los seguidores de Falun Gong después. A fuerza de dar golpes, se ha ido convirtiendo en uno de los hombres más temidos y odiados. Las anécdotas sobre su «lado oscuro» revisten tintes de leyenda e incluyen matones y espías a los que sometería a estrictas reglas, un «ejército privado» que no sólo persigue con brutalidad los delitos de opinión, sino que beneficia los negocios de sus familiares.
«Hay que aplastar a las fuerzas hostiles», es una de las frases más famosas de cuantas se le atribuyen. Como «poli malo», Zhou es responsable del expediente más turbio de la presidencia de Hu Jintao: el de los derechos humanos y las libertades. Para China, la última década no sólo ha sido la de la gran euforia económica y la de la aparición de una incipiente sociedad civil, sino también la de la persecución de disidentes, los métodos de tortura inspirados en el viejo manual de la CIA, la rabiosa persecución contra abogados empeñados en defender a las víctimas de injusticias, los castigos contra familiares de activistas (incluidos niños), la implantación de cámaras de seguridad en cada rincón del país, la inversión millonaria en sistemas de reconocimiento facial y la violación de cientos de leyes chinas por parte de paramilitares y matones a sueldo del régimen.
Los abusos varían mucho de región a región y la propaganda ha conseguido extender la sensación de que son los gobiernos locales corruptos y no Pekín quienes cometen los atropellos. Un recuento de las grandes campañas represoras lanzadas en los últimos cuatro años demuestra que no es así. «Por ejemplo, la manera en la que castigaron a quienes se opusieron a los desalojos durante las obras por las Olimpiadas de Pekín, la encarcelación de activistas antes de celebrar el 60º aniversario de la fundación de la República Popular en 2009 o la salvaje campaña lanzada durante 2011 como prevención para evitar que se extendiese la Primavera Árabe», enumera Gao Wenqian, miembro de Human Rights in China. En el listado que ofrece Gao faltan la persecución sufrida por el premio Nobel de la Paz Liu Xiaobo y su familia; la rocambolesca huida del activista ciego Chen Guangcheng; o la «desaparición» durante varias semanas del artista Ai Weiwei.
Entre los peores abusos destacan los que han sufrido los abogados de causas perdidas, un grupo de profesionales que se empeñaron en aceptar casos que nadie quería (desalojos injustos, ciudadanos aplastados por grandes corporaciones estatales…) y que durante unos años fueron más o menos tolerados. Hasta que en 2011 desaparecieron del mapa. Algunos de los más incómodos, como el experto en la defensa de minorías cristianas Teng Biao, o los especialistas en derechos humanos Tang Jingling y Li Liu Shihui explicaron a LA RAZÓN que habían sido víctimas de detenciones ilegales, torturas, e incluso inyecciones de fármacos que les han provocado desequilibrios psíquicos. Asociaciones y medios de comunicación recopilaron pruebas para documentar lo que les había ocurrido. Se conoce, por ejemplo, lo que le pasó a Fan Yafeng, que tras ser citado en una comisaría de Policía, permaneció encapuchado y retenido en una silla más de diez horas, sufriendo diferentes tipos de maltrato.
Acto seguido, fue encarcelado y torturado durante nueve días. Antes de dejarle marchar, le obligaron a firmar una confesión en la que reconocía estar implicado en negocios ilícitos y promover la «subversión contra el orden establecido». La retirada del «pitbull» deja sin cabeza visible al aparato represor, pero no asegura un futuro mejor para los activistas. Habría que cambiar también su máxima: «Aplastar a las fuerzas hostiles».
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