Constitución

Reformar la Ley Antitabaco debe reformarse

La Razón
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La entrada en vigor de la nueva Ley Antitabaco no ha podido estar más salpicada de incidentes, algunos muy agresivos, polémicas apasionadas, actos de insumisión y declaraciones desafortunadas. No parece que sea ésta la forma más idónea de legislar, pues cuando una norma provoca reacciones tan adversas y numerosas significa que no es acertada ni sirve al propósito de regular positivamente la convivencia. Si a ello se le añade la deplorable intervención de la ministra de Sanidad, Leire Pajín, instando a delatar a los presuntos infractores, el balance de estos cuatro primeros días resulta muy negativo e insatisfactorio. La causa del rechazo hay que buscarla en el radicalismo con que se ha formulado la reforma, muy superior al planteamiento inicial. Pese a la contestación que la primera Ley Antitabaco suscitó en diferentes comunidades autónomas, el Gobierno socialista no sólo no buscó un criterio más conciliador, sino que lo radicalizó de forma consciente como respuesta política a algunos gobiernos regionales del PP que habían moderado algunos aspectos de la norma. Pero además de este trágala político, la Ley Antitabaco adolece también del típico intervencionismo que impregna las iniciativas sociales de los gobernantes socialistas, en las que el Estado invade parcelas individuales de forma arbitraria. Más allá de la razonable y eficiente protección de los no fumadores, esta ley se ensaña de tal modo con el fumador que lo presenta como un ser insociable e indeseable, al que se le acotan los lugares donde puede fumar de modo humillante. Para mayor incongruencia, mientras por un lado se denigra y se persigue al fumador, por otro, el Gobierno recauda sustanciosos impuestos a costa del tabaco en un doble ejercicio de hipocresía. Lejos, en suma, de haber conciliado los diferentes derechos que concurren en este debate, desde el primordial del no fumador hasta el del sector de la hostelería, pasando por el respeto a la libertad del fumador, el Gobierno ha optado por la intransigencia y ha declarado una batalla cuyos efectos indeseados no han hecho más que empezar. Además de repercutir negativamente en la frágil salud económica de bares y restaurantes, no es difícil prever la aparición de un nuevo fenómeno similar al «botellón», que bien podría llamarse «cigarrón», con los inconvenientes que ello comporta: más ruido, más suciedad en las calles, más molestias para los vecinos y más crispación social. También es previsible que, dada la tendencia a gravar con nuevos impuestos el tabaco, renazcan las redes de contrabando y los focos de delincuencia asociados a ellas. Como no es probable que el Gobierno socialista extraiga la lección de estos primeros días y llegue a aceptar el error de haber impuesto una ley integrista, cabe esperar que el PP se comprometa a reformarla si gana las elecciones. Este asunto no es un debate de izquierdas o derechas, sino de conciliación de derechos, de mesura y de tolerancia. Lo que no cumple la nueva Ley Antitabaco, que está dirigida contra los fumadores con una animosidad que excede la necesaria defensa de los no fumadores. No resulta muy democrática una norma que estigmatiza a una buena parte de la población.