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Españolizando por José María Marco

La Razón
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Se comprende bien que ante una actitud de provocación permanente como la que mantienen los nacionalistas, un responsable del Gobierno, como José Ignacio Wert, haya decidido verbalizar el objetivo hasta ahora inconfesado de su política educativa. También se comprende que tras décadas de silencio oficial en un asunto como este, cualquier declaración más comprometida de lo habitual –y no digamos ya si utiliza un verbo tan inusual como es «españolizar»– sea acogida con interés y simpatía. Aun así, sería conveniente que los responsables políticos escogieran palabras que les permitieran de verdad llevar a cabo unos objetivos sensatos y posibles.
El término «españolizar» sugiere que el proceso por el cual una persona llega a identificarse con España y con la nacionalidad española es similar a aquel por el cual los nacionalistas han «catalanizado» la parte de la sociedad española que vienen gobernando desde principios de los años 80. No es exactamente así. La nación española no necesita ser inventada, ni se llega a ser español mediante un proceso de fanatización y exclusión como el que requiere la creación de la «Cataluña» de los nacionalistas. Es un matiz digno de ser tenido en cuenta a la hora de diseñar una política que Ortega, obsesionado siempre con el concepto de «nación», habría calificado de «nacionalizadora».
Por otra parte, antes de ponerse objetivos tan majestuosos, bastaría con que el Departamento del ministro consiguiera que los estudiantes y sus padres pudieran optar por una enseñanza en catalán o en castellano, dando por supuesto que siempre se enseñaría la otra lengua cooficial. Si –antes incluso de eso– el Ministerio de Educación pusiera en marcha un bachillerato con la suficiente consistencia y duración como para que los estudiantes españoles conocieran y valoran su propia historia, supieran desde dentro, como debe ser, la cultura y la literatura españolas, y utilizaran la lengua española con un mínimo de madurez, la empresa nacionalizadora habría superado los deseos más ambiciosos, incluso aquellos del más desaforado españolista.
No hablaré, porque se sale del espacio de esta columna, de la política cultural, que podría contribuir a los objetivos ministeriales no mediante la confrontación ni la exaltación identitatria, sino mediante la difusión y el conocimiento de España en todas sus dimensiones. ¿Qué tal una exposición sobre los protagonistas de las Navas de Tolosa? ¿Y otra sobre Menéndez Pelayo? ¿Y algún acto de relumbrón académico y mediático para celebrar el aniversario del Compromiso de Caspe? Eso como aperitivo, porque luego podrían venir cosas más serias y –por cierto– no más onerosas de las que se siguen haciendo en plena crisis.