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Los rostros detrás de las listas

La Razón
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Jamás debería pasar, pero en numerosas ocasiones –demasiadas, aunque sólo una ya sería un pecado mortal– en esta preciosa profesión tan maltratada caemos en el error de ver a las personas únicamente como partes de una cifra o de un porcentaje que asegura un titular llamativo. Se dirá, diremos –entremos todos y sálvese quien pueda–, que la culpa es de las prisas, la rutina o el cruel distanciamiento adoptado por quien lleva ya años tratando las vidas ajenas sólo como la materia prima moldeable de su oficio. Pero hay veces en las que la «bomba informativa», que diría el gran García, estalla cerca y con la onda expansiva le pones rostro al número de personas incluidas en un ERE, nombre y apellidos a las siglas de la víctima de un suceso y circunstancias tangibles a la desgracia en negro sobre blanco. Y, claro, entonces nada es igual. Por mucha pasión que le eches, es tan inevitable como triste que para el protagonista anónimo la noticia sea la más importante de su vida mientras que para el periodista, sólo una más. Por eso, cuando el anónimo no lo es tanto uno debería quitarse el disfraz, mandar a freír espárragos la pirámide invertida e implicarse más de lo académicamente recomendado y menos de lo humanamente recomendable. Pero corren malos tiempos para la lírica y sólo enseñan, y no siempre bien, a contar los males de otros. De los propios nunca nada se dijo.