Mariano Rajoy

Compás de espera

Los catalanes, antes buque insignia de la modernidad y de la industrialización, comienzan a otear el horizonte con suma inquietud.

La Razón
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Salvo en Cataluña, donde tan recientes son las elecciones autonómicas, de las que salió triunfadora, sin mayoría absoluta CiU, alcaldables y posibles presidentes autonómicos (con excepción del País Vasco y Andalucía) se encuentran ya en plena precampaña, formen parte del partido del Gobierno o de la no siempre leal oposición. Todos se encuentran en un ficticio tiempo de espera, a resultas de lo que decidan los votantes y lo que imponga, en el ámbito autonómico, el FMI, el eje franco-alemán o los mercados, siempre al fondo de la pista para salvar, como en el tenis, cualquier saque o en el borde de la red para enriquecerse con el regate. El nuevo Gobierno de Artur Mas sufre ya desgaste, pasados los cien días de gracia, en algunos de los temas a los que son más sensibles los ciudadanos: la sanidad, la educación, las ayudas a los dependientes, la sociedad mal llamada del bienestar. Porque los catalanes, antes buque insignia de la modernidad y de la industrialización, comienzan a otear el horizonte con suma inquietud. Los recortes económicos (incluida la discutida deuda pendiente del Gobierno, que Mariano Rajoy no dudó en considerar legítima) están afectando a un sistema sanitario que se consideró hasta hace poco modélico. No resultaba extraño que otros europeos eligieran los cuidados hospitalarios o médicos de una Cataluña que, se decía, disponía de una de las mejores redes públicas del continente y las islas. Ya sabemos con cuanto esfuerzo logró Obama sacar adelante una ley sanitaria, no consolidada, que cubre en su país sólo parte lo que aquí se disfruta y, a la vez, se padece. Vuelve a sonar el tam tam del copago; es decir, pagar dos veces el mismo servicio.
Pero lo que ya se plantea en Cataluña llegará por extensión, tras las elecciones, al resto de comunidades. Y la clase política está en este momento intentando alcanzarlas sin excesivos recortes, porque después ya comenzarán a desgranar el rosario de las culpas de cuantos les precedieron. Todo llegará, sin embargo, salvo para la Cataluña precursora, cuando florezcan los turistas y, en consecuencia, disminuya algo el paro en los servicios. Pero no es sólo la sanidad pública –transferida a las Comunidades– porque también lo fue la enseñanza y de ello también se sufre. Por el momento se anulan oposiciones de magisterio, no se cubren plazas de jubilados o interinos, ni las sustituciones, salvo las imprescindibles, se rebajan también las cantidades que recibían las Universidades para su funcionamiento. Porque la enseñanza pública, en todos sus niveles, cuesta dinero y andamos de recortes. Parece como si de pronto, con gran estupefacción, hubiéramos descubierto que volvemos a la pobreza que ya conocimos antaño. Y si nos lamentábamos de que nuestros centros superiores no estaban entre los cien mejores del mundo no podremos sorprendernos de que descendamos algo más, porque mucha de la investigación básica era universitaria. No existe todavía confianza en el mundo empresarial en lo que se hace en los laboratorios de las Universidades ni en que éstas fuercen la renovación que integre a «los mejores». Algo se hizo cuando nos considerábamos ricos, pero es insuficiente. Tampoco avanzar en este ámbito sale gratis y cuanto menos dinero público se entregue a la Universidad y a los laboratorios que dependen de ella, menores resultados cabe esperar. Ya hay equipos que comienzan a sentir los recortes en sus carnes y quedan trabajos emprendidos a medio hacer. Se dejará sentir, además, la ausencia de las obras sociales de las cajas, camino de convertirse en bancos. La paralización de las pensiones a los jubilados o los recortes a los funcionarios, aliados al incremento de la inflación, nos alejan de cualquier veleidad consumista. Exportamos más, aunque consumimos menos. Pero del bienestar social se ocupan las autonomías y, por extensión o generosidad, los ayuntamientos. Sobre ellas y ellos va a descansar ahora la mayor responsabilidad, porque el recorte que viene llega, como ya sucede en el ámbito catalán, por donde más duele, lo que parecía en otro tiempo intocable. Se ha semiparalizado la obra pública y, aunque se hayan vendido en estos años de crisis casi cuatro millones de viviendas, todo hace suponer que el mundo de la construcción tardará tiempo en volver a levantar cabeza sana y limitar una destrucción de empleo que constituye el colchón sobre el que descansa la economía sumergida. Los ingresos del Estado son los que son y no volverán a ser, de momento, lo que fueron. Se ha producido en Cataluña casi un levantamiento en el ámbito de la sanidad, al que seguirá el de la enseñanza. No basta con «indignarse». Tampoco hay mecenas a la vista que permitan remediar una situación tan delicada. En Cataluña no es que no importe lo de sentar plaza independentista, pero primero hay que salvar los muebles, si es que queda alguno. El «conseller» de Sanidad ha prometido que no habrá recortes en las urgencias y en los casos más graves. No sé si tales promesas alejarán los fantasmas de algunos ámbitos del Principado. Un economista, con los pies en el suelo, me confesaba que no hay de dónde sacar más dinero. ¿Menos del que hubo? Pues parece que sí. He aquí uno de los nuevos misterios de la ciencia económica: pasar de medio ricos a pobres de solemnidad y muy agradecidos. ¡Ay, aquella Lisboa rica y señorial! ¿Qué fue de ella?