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Entre paréntesis

La Razón
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Finalizada la campaña electoral –si así puede llamarse– de las autonómicas y municipales debería abrirse ahora un breve paréntesis, algo semejante a una tregua, para que los partidos reposaran y dejaran descansar a la ciudadanía del agobio que supone no tanto la dialéctica natural entre gobierno y oposición, sino del ataque innecesario, insulto descalificador, de la degradación instalada hace demasiado tiempo en esta superestructura formada por la clase dirigente y sus transmisores mediáticos. Sin embargo, este casi año que debería asentar ideas y programas contiene en su seno cierta dosis de inquietud. Nadie sabe a esta hora si al Gobierno le convendrá el adelanto electoral o se verá forzado a ello por circunstancias que ahora no podemos ni imaginar, como nadie podía suponer que el trance de pactos y alianzas para asentar el poder, se quebrara por el problema del pepino en Alemania que ha superado, incluso, el ya menor interés que despiertan los «indignados» que mantienen aún en algunas plazas sus tenderetes y que no han descubierto hacia dónde pueden desembocar sus vagas proposiciones, alimentadas por el desacierto de Felip Puig y sus «mossos», al intentar desalojarles por la fuerza ante una probable victoria del F.C. Barcelona, como se dio, con los «indignados» acampados y sin incidentes. Pero debemos suponer, porque así se ha asegurado, que habrá paréntesis, ya que andamos al filo del verano y ésta es temporada de égidas y trashumancias: momento ideal para aprovechar la afluencia de visitantes y contemplar las nubes.

Se nos antoja utópico pretender que en tan escasos meses el Parlamento, o las Cámaras, si se prefiere, pasen a ser el foro de una confrontación de ideas, de programas políticos, de alternativas, que busquen no tanto el aniquilamiento del adversario como solucionar el grave problema económico por el que atraviesa el país, como debiera ser. Aunque algunos dirigentes –Zapatero y Rajoy– entre otros, se distingan por una comunicación personal fluida, la mayoría de la clase política parece empeñada en el acoso y derribo hasta niveles personales que pasan a irreconciliables. Si el fin del ejercicio político, como señalaron los descubridores del constitucionalismo español, es la felicidad del ciudadano y este constante deseo humano se analiza, desde la filosofía, en el sugestivo libro de Vicente Serrano, último ganador del Premio Anagrama de Ensayo con «La herida de Spinoza». Felicidad y política en la vida posmoderna, tal utopía debería grabarse en la frente de quienes nos representan a cualquier nivel. No están sólo para enriquecerse a nuestra costa, sino para dotarnos de alguna migaja de felicidad, aún admitiendo que dicho término resulte ambiguo. La sociedad del bienestar del pasado siglo tampoco la derramó. Y en los tiempos que se avecinan, cuando nos alegramos de que Carlos Slim no sea de México, sino que México sea de Carlos Slim, según recordaba Luis Mª Anson, no parece probable que la herida de Spinoza, mucho más profunda, porque atiende a la naturaleza humana consciente de su fin, se cierre o se convierta en mero rasguño. Nuestra posmodernidad, que debieran representar los «indignados», jóvenes en teoría, intuye que la desazón de la sociedad española podría ser paliada encajándola en una función política que se da parcialmente en otros países y fórmulas. Pero su posmodernismo resulta algo arcaico. El mundo del trabajo y el del capitalismo –sistema único– viven en soterrada agitación. Aquella división de la sociedad en clases, que aprendimos en un Marx del siglo XIX, parece haberse superado. Pero no se advierten sustituciones. Algunos jóvenes insatisfechos parecen regresar al ámbito rural, a la feliz Arcadia, aunque se sirvan de Internet, se desplacen en automóvil y no pongan remilgos al avión o al AVE. Constituyen la punta de un iceberg. Su masa sumergida está formada por unas capas medias estratificadas y progresivamente empobrecidas y un pozo negro de parados que se eliminaría con lentitud, paciencia y buenas disposiciones. ¿No deberían pensar nuestros políticos, nunca indignados de su función, alguna vez –por ejemplo durante este paréntesis– en descubrir alguna fórmula que ha de llevarnos, si no a la utópica felicidad, por lo menos a cierta tranquilidad de espíritu, conscientes de que la crispación engendra males de orden diverso y sociedades desconcertadas y frustradas?