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Paz y amor a la sombra de la cruz

La Razón
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Una buena noticia y una buena decisión del Gobierno: reabrir el Valle de los Caídos. Durante meses, siguiendo además los consejos del padre abad, que es uno de tantos modelos como proporciona el benedictismo, he guardado silencio para que mis palabras no pudieran ser interpretadas fuera de su trayectoria. Pero es importante que, con datos históricos, demos a conocer lo que significa ese monumento que, desde la profundidad honda de la carretera, contemplamos por medio de una cruz. Normalmente en memoria de una guerra todos los países alzan monumentos para recuerdo de los suyos. Pero no es éste el caso del mausoleo de Cuelgamuros, ya que, desde el dolor profundo de una Guerra Civil que hubiera debido evitarse, se pensó en que el recuerdo fuera para los caídos de uno y otro bando, buscando el arrepentimiento y la rectificación. Para un agnóstico esto puede decir poco, pero para un católico, el único signo que hace posible entender esta manera de sentir y de pensar, es la cruz, pues Cristo murió en ella perdonando incluso a sus enemigos. En un primer momento hubo, dentro del bando nacional, quienes se opusieron a la idea: el monumento debía invocar únicamente a los de su propia línea. Pero Franco y los que le apoyaban insistieron en que ésta era la línea a seguir: superando los odios, que los católicos pudieran elevar sus oraciones, al pie de la cruz, por todos aquellos que fallecieran en uno y otro bando.
Dos cardenales vinieron a confirmar el dato. Primero fue Roncalli, que visitó las obras a punto de concluirse. Luego fue Ratzinger, que había estado dando lecciones en los cursos de El Escorial y pidió que le llevasen hasta la comunidad benedictina. Ambos bendijeron la idea. Y ambos llegaron a ser Vicarios de Cristo, Juan XXIII y Benedicto XVI, respectivamente. Para que no hubiera dudas el Papa Juan, «el bueno» decidió enviar al Valle, erigido en basílica, una pequeña astilla del «lignum crucis» otorgando indulgencia plenaria a quienes, el día de Viernes Santo, participasen en los oficios religiosos. Pido a los agnósticos que nos comprendan y respeten nuestra fe de católicos: nada es tan importante como esa indulgencia lucrada en el día clave en que se recuerda que Cristo murió por nosotros. Nada tiene que ver con la política y mucho en cambio con el amor, que es fundamento de la paz.
En ningún momento se pensó, antes de la inauguración, que el Valle pudiera convertirse en tumba de José Antonio Primo de Rivera y de Francisco Franco. Conviene puntualizar. José Antonio había sido llevado a El Escorial, mausoleo que desde el siglo XVI es un signo religioso para la modernidad. Pero en una de sus entrevistas con el Generalísimo, don Juan de Borbón, con toda razón, se quejó: El Escorial era tumba de reyes y así debía ser conservado para la Monarquía que iba ser restaurada. Se aceptó el razonamiento y se consultó a la familia de José Antonio, que dio su aquiescencia para que los restos fueran llevados al Valle. Tal es la razón de este emplazamiento que a nadie debiera molestar. Por su parte Franco había preparado para su tumba un panteón en el cementerio de El Pardo y nunca mostró ninguna intención de que se le sepultara en el Valle. Pero en el momento de su muerte, el Gobierno, con la firma del Rey, decidió solicitar de la abadía permiso para el enterramiento, y así se hizo. No cometamos errores; estamos ante un término de llegada y no un punto de partida.
El Valle es pues un monumento funerario para todos aquellos católicos que en uno u otro bando fallecieron durante la Guerra Civil. No olvidemos la reflexión de Wellington: los daños de una guerra los sufren primero los que la pierden, después los que la ganan. Y el único modo de escapar de esta trampa es el perdón y la reconciliación. Ha pasado más de medio siglo desde que el Valle se inaugurara. Estamos pues en mejores condiciones que antes para entender este mensaje profundo que se difunde desde los brazos de la cruz. Nadie tiene derecho a hacer política desde ella. Pero tampoco se debe renunciar a ese profundo sentido religioso que, cada día, en la misa, está penetrando en la esencia misma de la sociedad. La sombra de Montecasino, nacida cuando Roma agonizaba, ha llegado hasta las cumbres y valles profundos del río Guadarrama. Es un gran regalo. Pues el benedictismo constituye la raíz primera de Europa, al enseñar a los seres humanos que son dos las dimensiones de su existencia, «ora et labora», y tres los tiempos en que se desenvuelve la existencia. El benedictismo, representado allí o en Montserrat por un grupo de monjes, está haciendo, a España y a Europa, el más precioso donativo que se puede imaginar: Dios es amor, como insiste en recordarnos el Papa, que, para sí, ha escogido precisamente el nombre de San Benito. España necesita de ese recuerdo profundo. Alejemos los odios que nos apartaron del camino recto y nos llevaron a la senda equivocada. Retornemos a nuestras raíces, entre las cuales el reconocimiento de los derechos de gentes y de la libertad personal son factores esenciales.
Estos son los datos que un historiador debe comunicar a sus compatriotas. En modo alguno debemos entrar en polémica. Quienes, en Cuelgamuros participan en esos Oficios de Viernes Santo desde el árbol de la fe lo entienden bien: hay una especie de luz que penetra en el corazón del hombre y le está insistentemente repitiendo esas palabras clave: no odies sino ama.