Historia
Fértil luz de artillería
A veces me ocurre que el entusiasmo con el que empiezo las cosas sólo me conduce al inefable placer del desinterés con el que las acabo, si es que antes no he sucumbido a la maleza de la desidia. Me canso pronto de los grandes objetivos, seguramente porque temo que la felicidad que pueda obtener al conseguirlos ni igualará siquiera el placer que me produce fracasar en el intento de alcanzarlos. A veces repaso las imágenes de la II Guerra Mundial y me detengo sobre todo en las secuencias de los soldados vencidos, en los rostros escépticos de la gente que sobrevive en las ciudades asediadas y en las ruinas grises y plurales que siguen a los tenaces bombardeos de la aviación. Sólo en sus ruinas encontró la vieja Europa un verdadero estímulo para prosperar y nunca desde entonces ha vuelto a sentir el extraño entusiasmo que surge de la desgana, ni la dignidad que se urde en la pobreza. La prosperidad material no conduce a otra cosa que a la simple diversión y eso significa que perdemos la noción del valor real de las cosas, de modo que sólo nos atrae conocer sitios que nos queden lejos o que nos cuesten dinero. Hemos convertido el placer en una sensación que únicamente vale la pena si está al alcance de nuestro bolsillo y olvidamos que hay lugares que si son verdaderamente hermosos es gracias a que hasta allí sólo apenas ha conseguido llegar a tientas la maleza. Los europeos ya no sabemos disfrutar de la tentación de visitar el desierto si antes la agencia de viajes no nos garantiza que en cualquier lugar al que vayamos siempre habrá alguna heladería. No resistimos las incomodidades de los países subdesarrollados, ni podríamos soportar la lluvia sin ir provistos de un paraguas. Nos hemos vuelto más lentos que el cansancio y más reservados que el silencio. Hay en el mundo occidental muchos miles de personas a los que les han amputado las piernas sin haber apenas caminado. Hemos olvidado que al final de la II Guerra Mundial en muchas ciudades europeas apenas quedaban en pie los cadáveres y el suelo y únicamente por los documentales o por los libros sabemos que fue cierto que hubo un tiempo, hace sesenta o setenta años, en el que en Europa sólo era fértil la insomne desgana que producía el miedo. Yo miro esos viejos documentales de la guerra y creo que mi sitio estaba justamente allí, en aquellas campiñas francesas en las que los gallos cantaban con la luz de la artillería y los aeroplanos de la RAF drapeaban la tarde del domingo con una pañolada de paracaidistas, mientras en las ingles de las muchachas dormidas piafaban los labios de sus novios muertos. Nada es así ahora. En Europa ya ni siquiera la muerte sabe cerrar los ojos sin motivo.
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