Zaragoza
Azaña
La ministra de Defensa y posible aspirante a suceder a Zapatero, ha hecho unas declaraciones sorprendentes. Una revelación pasmosa y tan desacertada que sólo puede responderse desde el humor. Ha dicho Carmen Chacón que el Ejército que hoy tenemos es el que quería Azaña. En las Fuerzas Armadas, esa tontería ha sentado como un tiro. Azaña despreciaba a los militares y abominaba de la milicia. Les clausuró la Academia General Militar de Zaragoza, el centro de formación de los oficiales del Ejército de Tierra y Guardia Civil y una de las instituciones militares más queridas por los que visten orgullosos el uniforme y por los que admiramos a los que lo visten.
Azaña no estimaba a los militares, y no soñó con Ejército alguno. Nunca los entendió y jamás hizo un esfuerzo para comprenderlos y acercarse a sus valores. Era taimado, rencoroso y como se demostró en el último tramo de la Guerra Civil, elementalmente cobarde. Como gobernante fue una auténtica calamidad. Una calamidad con muy buena prosa, pero nada más. Su continente literario contiene más valor que su contenido, un largo camino de folios y cuartillas sostenidas por el resentimiento y el chisme. Azaña reparte mandobles a diestro y siniestro, a enemigos y allegados, a sus más íntimos colaboradores y odiados adversarios con una destreza literaria admirable.
Al único que salva y cuenta siempre con disculpas y justificaciones es a él mismo. Azaña es uno de los principales responsables de la Guerra Civil.
Desde siempre he intentado acceder a los motivos de su mitología, y no los he encontrado. Hay un cierto esnobismo intelectual en la exaltación de su pésimo quehacer político. El elogio a su persona y la defensa de su actividad pública se interpretan como indispensables certificados de inteligencia y cultura que reparten los concededores de bulas. Escribir a estas alturas que Azaña fue un lastimoso gobernante y un generador de odios conlleva la inmediata expulsión de los espacios intelectuales. Literariamente, Azaña no fue mejor que Pedro de Lorenzo. Precioso continente, floritura verbal, y poco más.
Pero nadie se había atrevido, hasta ahora, a exponer los sueños militares de don Manuel, que no supo poner orden entre los que lucharon en su bando. Azaña, como todos los tontos dotados de brillante arrogancia, se situó muy por encima de los militares. Los sobrevolaba con desprecio, él en lo alto, ellos en el suelo, tan pequeñitos. Personificaba todo lo que un militar no aprecia. El buen militar acostumbra a ser tan bien educado que jamás desprecia. Le sobra con no sobrepasar el límite que la cortesía establece en el desaprecio, que no es lo mismo que el desprecio. El desafecto es la falta de afecto, pero nunca el odio. Eso, y la disciplina, la cortesía, la entrega, la vocación, el amor a España y sus instituciones, el valor, la lealtad, el deber, el servicio, y el ofrecimiento de sus propias vidas desde la desatención de las ambiciones materiales y económicas, es lo que aprenden los militares en la Academia que Azaña clausuró impulsado por su rencor indescifrable. Claro, que también Dios, el honor y la Patria –y nadie lo olvide, El Rey– son conceptos de irrenunciable lealtad por parte de los militares. De ahí que el nombre de Azaña no encaje bien, excepto en mentalidades poco ajustadas a la cultura, en el ámbito militar.
Busque otro ejemplo, señora ministra.
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