«La verdad»: Para ser sinceros

Seamos sinceros, ya que de eso nos habla «La verdad»: que Florian Zeller sea el «enfant terrible» de la joven dramaturgia francesa es sólo media verdad, o una mentira al revés, como cantaba Sabina. O al menos, por aquí no se le ha visto. «La verdad» es un correcto vodevil de eso que llaman teatro de Boulevard. Digamos que a Arturo Fernández le sentaría como uno de sus trajes elegantes el papel del protagonista, el mentiroso compulsivo Miguel, que engaña a su esposa con la mujer de su mejor amigo, y que tiene una curiosa y personal forma de entender la ética. Nada por otro lado que no tengan las comedias de, pongamos, Santiago Moncada, y sin tantas pretensiones. Pero mordiente, lo que se dice mordiente... A Zeller le cuesta casi una hora llegar a lo mejor de un enredo que vende transgresión conceptual sobre lo que contamos y lo que ocultamos y que acaba siendo decepcionantemente conservadora en su construcción: parejas burguesas que se engañan –o quizá no, mejor no desvelar nada– entre sí, cónyuges ofendidísimos ante la evidencia e infidelidades de manual con escenas de equívocos, actualizadas a la era del teléfono móvil, bastante previsibles. Todo funciona con soltura, porque Josep Maria Flotats tiene tablas para dar y tomar, y como director hace de «La verdad» un juguete escénico limpio, pulcro, ameno y crecientemente eficaz, que acaba disfrutándose, aunque le cueste llegar a donde de verdad –supongo– Zeller quiere llegar.

El reparto, desequilibrado, tampoco ayuda: a Kira Miró le cuesta estar a la altura expresiva de Flotats o de una actriz siempre a tono como es María Adánez, que logra que haya química entre su personaje y el «ejecutivo» tramposo de Flotats. O a la de Aitor Mazo, redondo como el calmado cornudo, que tiene algunos de los mejores momentos en su cara a cara con Flotats.