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En su discurso de investidura hace cuatro años, José Montilla Aguilera citó a Franklin D. Roosevelt como modelo del «estilo de gobernación» que él practicaría. «La presidencia es algo más que un trabajo administrativo más o menos eficiente», dijo, «se trata de ejercer el liderazgo moral». El primer presidente de la Generalitat nacido fuera de Cataluña consideró llegada la hora de aparcar las proclamas identitarias –«no necesitamos recordar obsesivamente nuestra identidad»– y proclamó que él nunca competiría en oratoria o en golpes de efecto, sino en dedicación y trabajo por el «progreso social». Él mismo habría sonreído si alguien le hubiera sugerido entonces que la imagen más recordada de su mandato sería aquella que le retrata, orgulloso y firme, liderando una manifestación identitaria contra el Tribunal Constitucional. Montilla me resulta simpático en su empeño por reinventar constantemente su perfil político, ora administrador laborioso, ora líder mesiánico, hoy catalanista de perfil bajo, ayer profeta del desafecto. Su campaña electoral, orgasmos aparte, ha basculado entre dos elementos inéditos: el presidente que reniega de la coalición de gobierno sin la que nunca hubiera llegado a ser lo que es, y el líder de partido que, a mitad de campaña, abre el debate de su propia sucesión interna. Original, cuando menos, está siendo. Su esfuerzo por achacar al tripartito la pésima imagen del Gobierno saliente y por arrogarse los méritos de las cosas bien hechas es, en efecto, bastante burdo, pero la perseverancia que exhibe en su tarea es admirable. En su haber hay que anotar que este tripartito, rebautizado sin éxito como la «entesa» (el entendimiento), ha funcionado mejor que su precedente maragaliano. Montilla rebajó el protagonismo de un Carod en retirada y dio cuerda a Joan Saura para que se ahorcara él solo, bien es verdad que al precio de dejar el orden público en manos de un desordenado. Se afanó en mitigar el ruido de una cohabitación a disgusto, pero extravió en el camino su propia brújula. En su debe aparece el monumental despiste que ha provocado a su electorado. Me cae bien Montilla porque no disimula su falta de aptitudes para el verbo brioso y el carisma prefabricado. Cultiva ese aspecto de cobrador del seguro de decesos que acaba de pagar la última letra de su propia póliza. Él mismo aceptaría de buen grado que se prohibiera entrevistarle en la radio a primera hora para evitar que los automovilistas se queden fritos en el atasco. Pero su problema para refutar ahora de manera creíble el tripartito es que hace cuatro años prometió que esto no pasaría. «Hemos de aprender de los errores», dijo en el discurso más importante de su vida, «lo importante es no volver a equivocarse y afirmo con rotundidad que no cometeremos los mismos fallos que ya hemos cometido». El acto de contrición funcionó una vez. Ahora el propósito de enmienda ya no carbura. Franklin Roosevelt, su modelo, ganó cuatro veces las elecciones y falleció en el desempeño de su cargo. Montilla seguirá vivo el lunes sin haberlas ganado nunca.