Roma
Hablando de Melilla
Es curiosa la insistencia con que los periódicos parecen aceptar la tesis de que Melilla es un trozo arrancado al reino de Marruecos. Cuando se alzaron las murallas que forman hoy ese testimonio de recuerdos, Marruecos ni siquiera había llegado a constituirse. Menos aún podría atribuirse a sí misma raíces históricas para tal empeño. Cuando Hispania recibe la herencia de Roma abarca, además de las provincias peninsulares la baleárica y la tingitana, que tiene su procedencia del nombre de Tánger. Según la leyenda que de chicos tanto nos divertía, fue un conde godo traidor de Ceuta, Julián, el que abrió las puertas a los musulmanes obligando de este modo a los hispanos primero a defenderse y después a recobrar el terreno perdido. Lo que les permitía referirse también al otro lado del mar. Esto es lo que Portugal ejecuta en 1419 incorporando a su Corona aquella especie de ciudad-república mercantil que era precisamente Ceuta.
Bien. Tras la guerra de Granada que permitiría al bachiller Palma exteriorizar su entusiasmo en ese pensamiento profundo, «¿Quién vido a España un reino, un principado tan grande?», aragoneses y castellanos sienten la necesidad de cruzar el brazo que marca el mar para reinstalarse en las costas africanas. Y aquí comienza la sorprendente historia de Melilla. Se invocaban lejanos precedentes, pero lo que verdaderamente se buscaba era un punto de apoyo que permitiera ciertas garantías militares y, al mismo tiempo, como ya era Ceuta, una especie de cabeza de puente mercantil que permitiera abrir los cauces a las manufacturas europeas.
Fernando de Zafra, aquel que se recuerda en la muy vieja anécdota de que nunca «llovió tanto como el día que lo enterraron», organizó el que podríamos llamar primer servicio de información confidencial para la Corona. Dio cabida en él, curiosamente, a judíos o conversos que habían tenido que salir de la Península a causa del decreto de marzo de 1492, pero que seguían viviendo de los recursos que proporcionaban sus servicios. Lo mismo hacían los banqueros, ahora instalados en Italia. Entre estos agentes secretos, que hablaban castellano y manejaban la jerga y también el árabe, figuraban dos muy importantes, Samuel Abulafia y David Segura. Fueron ellos los que informaron de que en las tierras del Muluya habitaban tribus berberiscas que se sentían maltratadas por los gobernantes de Tlemcén, piratas que se enriquecían con el tráfico de eslavos, o los más lejanos de Fez, que también chocaban belicosamente con sus vecinos.
Algunos de estos cadíes pensaron que el mejor modo de alcanzar seguridad era simplemente incluirse en la monarquía española con garantía desde luego de que podrían mantener sus estructuras, incluyendo las religiosas. Hubo negociaciones muy secretas en Madrid que no condujeron a resultado alguno, pero que están perfectamente documentadas. Los agentes acudieron también al duque de Medinasidonia con una noticia de excelentes perspectivas: aquel rincón de la costa que hoy constituye Melilla había sido abandonado por los berberiscos; se trataba pues de un territorio sin dueño. Fernando el Católico dio plenas facultades al duque que, para asegurarse de que los espías no le engañaban ni se equivocaban, encomendó a uno de sus capitanes, Pedro de Estopiñan, la tarea de hacer un pequeño viaje de exploración en el invierno de 1496 a 1497. Las noticias se confirmaron: aquel peñasco avanzado y sus playas y tierras colindantes carecían de moradores. De acuerdo con los principios del derecho romano se podía invocar el término nullius pasando a instalarse en él. Una tierra sin dueño es de quien la ocupa. Un principio que será ampliamente aplicado en el Oeste americano, que de otro modo no habría llegado a ser lo que es hoy.
El duque, instado por el rey, siendo a la sazón posesor también de Gibraltar, suspendió el viaje que Colón preparaba –el tercero, que por esta causa hubo de retrasarse–y pudo disponer de una flota. En aquellos momentos Melilla revestía más importancia que el Caribe, contemplada desde la perspectiva de Europa. Una noche, la del17 al 18 de septiembre de 1497, evitando alardes, cuatro mil hombres desembarcaron allí tomando posesión de un territorio y elevando rápidamente murallas. Tanto los emires de Tlemcen como el de Fez hicieron un intento para arrojar a los castellanos al mar, pero fracasaron. El duque de Medinasidonia comprendió que era una tarea excesiva para él y en consecuencia el 18 de abril de 1498 la Corona se hizo cargo de la ciudad que comenzaba a desarrollarse, adquiriendo poco a poco un extraordinario relieve, no por su producción directa sino pro sus comunicaciones. Un mes más tarde Colón partía para su tercer viaje; le aguardaba la decepción de comprobar que no había llegado al Japón, sino a unas islas perdidas, difíciles y pobres. Aún no se había tropezado con el grande y fabuloso continente.
Desde entonces Melilla ha venido formando parte del suelo español. Cuando nace el reino de Marruecos, así lo reconoce oficialmente y ni siquiera en el siglo XIX se experimentó al respecto la menor duda; de modo que las negociaciones entre los reyes de España y los de Marrakech se redujeron a una fijación de límites que asegurase a ambas partes la comunicación que una y otra necesitaban. Marruecos no debería olvidar, aunque el rigorismo islámico le induce a ello, lo mucho que debe a España, incluso protegiendo a sus reyes frente a los insurrectos de las kabilas, y preparándoles el retorno a la independencia, como el propio Muhammad reconoció con palabras de gratitud. Sin embargo, es bien sabido el valor que despierta contra el vecino cualquier signo de debilidad. Ahora, en Melilla y en Ceuta, se juega una partida importante que Europa debería comprender.
Se acude a la memoria histórica cuando se buscan los defectos en los rivales. Es hora de que, en relación con las dos pequeñas comunidades del norte de África, el Gobierno español tenga conciencia de lo que para él representan: por encima de los bienes materiales están el honor y la fidelidad a tantos servicios prestados. Quienes olvidan estas virtudes se condenan a sí mismos. Están referidas, ahora, al ser de España.
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