Barcelona
El Papa en Cataluña
Podía hasta parecer normal suponer que en el Año Santo Compostelano, el Papa –ahora que los Papas se han vuelto viajeros– se convirtiera en un romero más y visitara Santiago, aquel centro al que acudieron los europeos por caminos diversos para honrar la tumba de un apóstol que hubiera podido dar, contra la opinión de tantos historiadores, con sus huesos casi en el Finisterre, en la punta de la Europa que se había convertido al cristianismo y requería de centros de irradiación, sin tener que recurrir a Tierra Santa, ocupada por infieles. Llegar hasta Santiago, por duro que fuera, desde Inglaterra, Alemania o Italia, no suponía evadirse de tierras en las que se había implantado ya el cristianismo y lo que menos importaba era si los huesos reales sobre los que se construyeron la tumba y la primitiva iglesia, convertida hoy en uno de los más bellos exponentes de la arquitectura religiosa, eran, en efecto, los del apóstol o los de un cristiano heterodoxo que acabó sus días en el sur de Francia y cuyos restos fueron trasladados de nuevo a su tierra, venerados y convertidos en símbolo de la cristiandad. Roma, en primer lugar, y Santiago de Compostela fueron caminos divergentes, centro y frontera de la Europa moderna. Lo decisivo es la simbología que ahora se renueva con la visita del Papa alemán Benedicto XVI, un peregrino más, aunque acuda en su Papamóvil hasta la puerta de los peregrinos. Porque recorrerá la basílica, hasta la tumba del apóstol, y besará su imagen, como tantos hemos hecho, creyentes o no, pero en tanto que europeos, cristianos, mal les pese a no sé quiénes. Pero la visita no oficial del Pontífice vendrá a confirmar lo que Europa y Galicia fueron y siguen siendo: una cuna, un signo, una fe.
Su visita a Cataluña significa algo diferente. La única vez que un Papa estuvo en Barcelona fue en 1982, cuando el pontificado de Juan Pablo II. Fue una visita de fría cortesía que contrasta con la acogida que se pretende, en la dura crisis económica que atravesamos, y que se le dispensará en esta ocasión. El alcalde Jordi Hereu ha sintetizado con acierto la actitud que los barceloneses hacia el Papa, que presidirá el acto de Dedicación del Templo de la Sagrada Familia, símbolo de la ciudad, al que acuden barceloneses y millones de turistas que visitan la urbe atraídos por la arquitectura de Gaudí, modernista y, a la vez, católico a machamartillo, al que se pretende santificar, porque se le atribuye ya, por lo menos, un milagro. El alcalde, en representación de las diversas tendencias que reúne su Ayuntamiento, ha resumido su bienvenida: «Es ésta una ocasión excepcional para mostrarnos ante el mundo tal y como somos. Una ciudad que trabaja por la paz y la cooperación entre las ciudades y los pueblos, y que hace del civismo y la convivencia su bandera. Una ciudad tolerante, abierta y plural, capaz de integrar y dar cabida a todas las religiones y culturas, y al mismo tiempo orgullosa de sus tradiciones y su historia. Una historia que nadie podría entender sin la aportación fundamental que la Iglesia católica y todos aquellos que la profesan han hecho y hacen a nuestra manera de ser colectiva y a los valores que hoy propugnamos». Tal vez sea éste un deseo que amaga una realidad imperfecta. Nada resulta ajeno en nuestra sociedad, capaz de evidenciar las contradicciones que podemos descubrir no sólo entre las diversas mentalidades, sino hasta en la construcción de uno de los templos, de cuya dedicación colectiva pocos pueden dudar.
Barcelona es, por otra parte, la capital de Cataluña. El Papa Ratzinger no lo olvidará. Ha advertido ya sobre la utilización del catalán en alguna de las ceremonias de la Dedicación–desde años simplificada– del templo. Algo ha tenido que ver en esta visita la actitud de Tarsicio Bertone, un salesiano, hincha de la Juventus de Turín y colaborador del Papa cuando ejerció como secretario de la Congregación de la Doctrina de la Fe, hoy secretario de Estado desde 2006. Es notoria también su amistad con el abad de Montserrat, Josep Maria Soler, siendo obispo de Génova. El abril pasado Bertone utilizó el catalán en la beatificación de Josep Tous en Barcelona. Y algo también tiene que ver, en un cierto giro de la diplomacia vaticana, el papel que está jugando el actual cardenal arzobispo de Barcelona, Lluís Martínez Sistach desde 2007. Y Renzo Fratini, el actual nuncio. El portavoz de la Santa Sede, Federico Lombardi anunció que «en Barcelona se oirá mucho catalán». Y está previsto, asimismo, que en la Sagrada Familia se entone el Virolai con la letra de Verdaguer. Todo ello ha de contribuir a que el Papa entienda mejor la diversidad de España. Pasará de una Galicia bilingüe a una Cataluña que defiende el uso de su lengua como signo de identidad. La Iglesia catalana jugó un papel trascendente en los últimos años del franquismo y durante la Transición. En momentos difíciles, como los que atravesamos, Cáritas alivia la extrema pobreza y no puede entenderse como casual la inauguración papal del Centro Nen Déu, en el barrio del Guinardó, donde se acogen niños discapacitados. El papel de la Iglesia queda así perfilado: la última catedral, inacabada todavía, plena de símbolos, de un genio modernista que cabalga entre siglos y la dedicación a los necesitados. El Papa entenderá así mejor la tradicional y anterior cortesía que pretende defenderse, aunque los hoteleros se lamenten de que llenan más con la F-1.
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