Historia

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El Valle de los Caídos

La Razón
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En un país donde apenas quedan franquistas hay una izquierda tan cerril que se ha empeñado en resucitar a Franco adornándole con el prestigio de un exorcismo de espumarajos. No hay propaganda franquista más eficaz que la del antifraquista poseído por la vindicación histórica. La mayoría de los españoles que nacieron a partir de 1975 conocen lo justo de aquel dictador para no confundirlo con la vieja moneda francesa. Pero entre los desvaríos de un Garzón metido a sepulturero, la inquina incendiaria contra el Dicionario Biográfico de la Academia de la Historia y la tumba del Valle de los Caídos acabarán haciendo sugerente su figura a las nuevas generaciones. En este baile de muertos quien más desafina es el Gobierno, empeñado en remover los huesos del general de su sepultura. Para empezar, Franco nunca quiso ser enterrado en el Valle de los Caídos, sino en el cementerio de El Pardo. Así lo dejó escrito y testado por una razón obvia: no se tenía por un caído de la guerra, sino por el vencedor. Pero Don Juan Carlos, en una de sus primeras decisiones como Rey, dispuso lo contrario. Resultaría sarcástico que los socialistas precisamente dieran satisfacción a la última voluntad del dictador y revocaran la primera del Rey. Es verdad que no tiene fácil encaje la función del Valle de los Caídos en la España del siglo XXI, pero creo, al igual que la mayoría de los españoles, que lo más conveniente es que se convierta en el lugar de encuentro, estudio y oración por los muertos de la atroz Guerra Civil. Esto es, un espacio para la reconciliación que puedan visitar, sin odio ni prejucios, las nuevas generaciones. Tal vez así pueda cumplirse el deseo común de quienes combatieron a ambos lados de la trinchera: nunca más otra guerra entre hermanos. La lápida de Franco, ciertamente, parece interponerse, pero la solución más sensata no es pulverizarla, sino acompañarla de otras. El panteón de la renconciliación nunca estaría completo si al lado de Franco y José Antonio no figuraran la tumbas de Azaña, de Besteiro y de cuantos fueron protagonistas de aquella barbarie. ¿Una quimera, un desvarío? Me remito al testamento de Azaña: paz, piedad, perdón. Tres palabras que bien podrían cincelarse a la entrada de ese nuevo Valle de los Caídos, sin vencedores ni vencidos. A fin de cuentas, la muerte los ha igualado a todos.